A veces uno cree que puede regresar.
Que las puertas del pasado están abiertas como viejas casas de campo, con las bisagras oxidadas pero aún dispuestas a ceder.
Mentira.
La verdad es que hay lugares que parecen recordar que ya no perteneces.
Hoy salí con una lista en la mente. No escrita, pero marcada con fuego.
Una cafetería, un parque, un apartamento.
Todos sitios donde, alguna vez, dejé pedacitos de mí.
La primera parada fue la cafetería de la esquina donde solíamos ir después del trabajo. La que tenía el pan de queso que a ella le encantaba.
Entré y me invadió ese aroma conocido. Por un instante creí que todo estaba intacto. Pero el dueño ya no era el mismo.
—¿Mesa para uno? —preguntó, amable.
Asentí. Me senté en la esquina donde solíamos reír.
El mismo rincón donde ella me dijo que me amaba por primera vez.
Pedí lo de siempre. El café sabía igual.
Pero el sabor no estaba en la taza. Estaba en su voz, en su presencia. Y esa… ya no estaba.
Salí antes de terminar. Nadie me retuvo. Nadie se dio cuenta.
Luego caminé hacia el parque donde llevábamos a Camilo, nuestro perro.
El banco donde solía sentarme con él estaba ocupado por una pareja joven, tomados de la mano. Reían como si el mundo no pesara.
Me senté en otro banco, más lejos. Vi a los niños correr, a los abuelos alimentar palomas, a los enamorados besarse sin prisa.
Y sentí que era un espectador de una película donde ya no tenía papel.
Camilo murió hace tres años. Y yo todavía busco su sombra cuando paso por ahí.
Finalmente, fui al viejo apartamento donde viví antes de mudarme con ella.
Subí las escaleras. Las mismas que subí mil veces con sueños en la mochila y ropa en cajas de cartón.
Tocaba la puerta, no sé por qué. Nadie abriría.
Pero entonces lo vi:
La puerta tenía otro número. El edificio había sido remodelado.
Ya no existía el lugar que yo recordaba.
Ni siquiera el espacio.
Ahí fue cuando lo entendí.
No es que los lugares hayan cambiado.
Es que yo ya no pertenezco a ninguno.
A veces creemos que somos parte de algo: un rincón, una calle, una habitación, una costumbre.
Pero lo cierto es que los lugares no extrañan.
La memoria es de los vivos. El espacio, de los que siguen caminando.
Y yo…
yo solo estoy pasando, como un fantasma sin casa.
Regresé a pie. El camino se sintió más largo que antes.
Pasé frente a una vidriera y, por reflejo, me vi otra vez.
Ya no me asusté.
Solo asentí. Como quien saluda a un conocido que ya no recuerda tu nombre.
Esa noche no encendí la luz.
No porque quisiera oscuridad, sino porque me di cuenta de algo:
Ya no hay ningún lugar en el que me estén esperando.
Ni siquiera en mí mismo.