No Queda Nadie

La voz que rompió el silencio.

Pasaron dos días desde mi cumpleaños.

No encendí el celular.
No respondí correos.
No salí.
No hablé.

Era como si hubiese decidido desaparecer del todo, y el mundo, en una muestra de triste eficiencia, simplemente me permitió hacerlo.
Nadie preguntó por mí.
Nadie tocó la puerta.
Nadie notó mi ausencia.

Hasta que el teléfono sonó.

Eran las 7:09 p. m.
Yo estaba en la cocina, de pie, frente a una taza vacía.
El sonido me sacudió. Era estridente. Inoportuno.
Como un grito en un funeral.

Corrí al cajón y lo saqué. La pantalla parpadeaba con un número desconocido.

Por un segundo dudé.
Pensé en dejarlo sonar hasta que se cansara.
Pero había algo en mí —tal vez esa última parte que aún se aferra a no sentirse del todo muerto— que me obligó a contestar.

—¿Hola?

Silencio.

Luego, una respiración entrecortada.
Y entonces… su voz.

—Elías…

Mi cuerpo se congeló.
Era Laura.

Han pasado casi dos años desde la última vez que escuché su voz.
No desde una pelea. No desde un cierre.
Sino desde el abandono.
Ella se fue. Sin explicaciones, sin cartas, sin adiós.
Solo desapareció.

—Perdón que llame… no sé si debía… no estoy segura de nada.

Su voz sonaba temblorosa. Dañada.
Y yo me quedé sin palabras.

—Hoy soñé contigo —continuó—. Te veías cansado. No hablabas. Solo caminabas por una calle vacía. Y no sé por qué, pero… me dio miedo. Me desperté angustiada.
Y entonces recordé tu cumpleaños… y me di cuenta de que no te escribí.
No te llamé.
No estuve.

No pude evitarlo. Reí. Una risa amarga. Vacía.

—No estuviste… —repetí, con voz quebrada—. Como todos los demás.
Como siempre.

Hubo un silencio largo. Insoportable.
Pero no colgó.

—¿Estás bien? —preguntó, por fin.

Esa pregunta.
Esa maldita pregunta.

Sentí que la garganta se me llenaba de fuego. Que por fin algo dentro de mí se rompía en serio.
Y respondí con la voz más honesta que me ha salido en años:

—No, Laura. No estoy bien.
No lo he estado desde que te fuiste.
Desde que todos se fueron.
Desde que entendí que el amor, la amistad, la familia… eran promesas frágiles.
Estoy roto.
Y nadie lo nota porque nadie mira.
Y si tú estás llamando solo por culpa, te juro que prefiero el silencio.

Ella lloraba al otro lado. Podía escucharlo.
Pero no intenté consolarla.

Porque no se consuela a quien llega tarde a un incendio ya apagado.

—Solo quería saber si aún estabas vivo —murmuró.

—Vivir y respirar no son lo mismo —dije—. Pero si eso es todo, gracias por llamar.

Y colgué.

Me quedé mirando el teléfono un rato. Esperando que volviera a sonar.

No lo hizo.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí algo distinto a la tristeza.

Sentí rabia.
Rabia por todos.
Rabia por mí.
Rabia por haber creído que el amor no se acaba cuando lo dan por hecho.

Esa noche no dormí.
Pero no lloré.

Me quedé despierto, con la rabia ardiéndome en el pecho como una fogata.

Porque, a veces, para volver a sentir algo parecido a estar vivo,
hay que quemar las cenizas.



#860 en Joven Adulto
#2959 en Otros
#185 en No ficción

En el texto hay: novela fria

Editado: 12.07.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.