Ese día no tenía ganas de salir.
Pero el sol entraba con tanta insistencia por la rendija de la cortina que me sentí observado.
Como si el día me juzgara por seguir respirando sin propósito.
Tomé la chaqueta.
La carta de mamá seguía ahí, doblada con cuidado.
Aún no sabía si me aferraba a ella… o si ella me aferraba a mí.
Salí.
Sin destino, como siempre.
Caminé sin ritmo, sin prisa, como quien no tiene a dónde llegar ni a quién decepcionar por llegar tarde.
Pasé por una calle que no recorría desde hacía años.
Una calle sin nombre, con casas descoloridas y niños jugando con balones medio desinflados.
Y entonces lo vi.
Un niño.
Sentado en el marco de una ventana.
No tendría más de 9 años.
Cabello revuelto, mirada intensa, como si supiera cosas que un niño no debería saber.
Me detuve sin saber por qué.
Él también me miraba. Directo.
No con miedo.
No con curiosidad.
Con reconocimiento.
Como si yo le recordara a alguien.
—¿Estás triste? —preguntó.
Me tomó por sorpresa.
Nadie me hablaba desde hacía días. Quizá semanas.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Porque caminas como mi papá cuando mamá se fue —respondió sin dudar—. Con los hombros caídos… y los ojos callados.
Me quedé en silencio.
No tenía palabras.
—A veces él también se sienta donde tú estás —dijo, señalando un banco frente a su casa—. Y se queda mirando al suelo. Como si buscara algo que se le cayó por dentro.
No pude evitarlo. Me senté.
El niño bajó de la ventana y se acercó. Llevaba una hoja de papel doblada en la mano.
—¿Te gustan los dibujos?
—No mucho —mentí.
—Igual te doy uno —dijo, y me lo puso en la rodilla.
Lo desdoblé.
Era una figura: un hombre grande, oscuro, con una nube encima.
Y al lado, un niño pequeño con un paraguas azul, tapándolo.
—¿Quiénes son? —pregunté.
—Él es como tú —respondió con una sonrisa tímida—. Triste, pero no solo.
Lo miré.
Y por primera vez en mucho, mucho tiempo… sonreí.
Apenas.
Pero fue real.
El niño me dio una palmadita en el brazo y regresó a su ventana, como si su trabajo estuviera hecho.
Yo guardé el dibujo junto a la carta de mamá, dentro del bolsillo.
Ahora eran dos pedazos de papel.
Pequeños.
Pero más pesados que todos los vacíos que me habían acompañado hasta ahora.
Caminé de regreso con un nudo distinto en el pecho.
No era angustia.
Era otra cosa.
Un hilo.
Delgado, frágil…
Pero humano.
Y esa noche, por primera vez en meses,
no quise morir.
Solo quise dormir.