No sé exactamente cuándo empezó.
No tengo una fecha precisa, ni un momento brillante como en las películas donde alguien cae en cámara lenta mientras suena una canción instrumental en el fondo. No. Lo mío fue más suave… como cuando te empiezas a encariñar con un lugar sin darte cuenta, y un día, zas, te das cuenta que ese lugar tiene nombre y cara: Santiago.
Desde esa primera clase, mi cerebro empezó a hacer cosas raras.
Yo, que antes iba a la academia como quien va al odontólogo, ahora me estaba arreglando un poco más. No mucho, tampoco vamos a exagerar —no me estaba yendo de gala—, pero ya me ponía perfume sin razón y escogía el gabán como si fuera el elegido por el destino.
Y por si fuera poco, ya no entraba directa al salón.
Ahora hacía escala técnica en el baño.
¿Para qué? Para mirar al espejo, peinarme el mismo mechón que siempre se me salía y decirme mentalmente: “Todo bien, solo estudias… y lo miras discretamente, obvio.”
Spoiler: nunca lo miré discretamente.
Ese día después de mi mini chequeo, me encontré con una profe. La del perfume caro. Se me quedó mirando con esa cara de “a esta niña le va a ir bien en la vida” y me dijo:
— ¿oye cuantos gabanes tienes? ¿no me quieres regalar uno? este esta divino.
Yo sonreí como si fuera normal que me echaran flores a las 7 de la mañana en el baño. Pero por dentro estaba como:
“¡Dios mío, ¿acaso este es el inicio de mi era principal? ¿Mi renacimiento emocional?”
Así salí al pasillo: no confiada, pero sí con el ego un poquito más inflado que cuando entré.
Y ahí fue cuando vi a Santiago.
Otra vez ese buzo que parecía sacado de una publicidad de ropa cómoda, su peinado despeinado calculado, y esa forma suya de caminar que no es sexy a propósito, pero es peor… porque le sale natural.
¿Y yo? Yo bajé la mirada de inmediato. Hice que estaba viendo el piso, como si en ese momento lo más fascinante del universo fuera una baldosa rajada.
Pero con el rabillo del ojo, lo espié. Claro que sí.
Porque tengo dignidad, pero también tengo corazón.
Y el corazón estaba como: “AHÍ VA ÉL, ¿LO VES?, RESPIRA BIEN”
Lo vi pasar. Sereno. Concentrado. Con las manos en los bolsillos como si no supiera el efecto que eso tenía en mí.
Yo quería pensar que me había visto. Aunque sea un poquito. Aunque haya sentido que pasé por su campo visual. Pero Santiago es de esos que no miran mucho. No hace contacto visual como otros profes. No es de lanzar miradas. Y eso me parte… pero también me encanta.
Lo peor —o lo mejor, depende del día— es que él ya me conoce más allá del “hola” y del “how are you today”.
Hubo una clase en la que, por una actividad, le mostré fotos mías de cuando era niña.
Y sí, le mostré la peor: la de los cuatro años, con cara de “me quiero ir a dormir” y un peinado digno de meme.
Él se rió. Me dijo que me veía tierna. Y yo quedé.
Pero luego sacó su celular, y me mostró una foto de su familia.
¡¿QUÉ?!
¿Eso no es íntimo?, ¿eso no es una señal?, ¿ESO NO ES EL UNIVERSO DICIÉNDOME ALGO?
Desde entonces, me fui.
Literal y emocionalmente.
Cada clase lo escucho, y aunque entiendo los temas, una parte de mí está en otra sintonía: la del canal “imagina que te mira”, donde cada gesto suyo se analiza como si fuera una pista secreta.
Y lo admito:
Me gusta.
Me gusta demasiado.
Me gusta de esa manera ridícula en la que uno se inventa conversaciones enteras que nunca pasan. En la que uno revisa el horario para saber si lo va a cruzar en el pasillo.
Me gusta como cuando uno encuentra una canción que no puede dejar de escuchar... pero que no se atreve a mostrarle a nadie todavía.
Y sí, puede que esté exagerando. Puede que esto sea solo un amor platónico con muchas dosis de imaginación.
Pero también puede que no.
Y esa posibilidad, esa pequeña luz, es la que me tiene volando bajito por los pasillos...
con la esperanza de que, un día, él sí me vea de verdad.
Editado: 21.07.2025