Dicen que la mente siempre recuerda los momentos que le causaron un pequeño temblor en el alma. Hoy, mi alma tembló varias veces, y no precisamente de frío.
Llegué temprano, más por nervios que por responsabilidad. Aunque claro, a veces una excusa es más fácil de digerir que una verdad con nombre propio. Aun así, fingí estar allí por pura disciplina. Me senté en el mismo puesto de siempre, ese que quedaba justo frente al escritorio del profesor. Como si estuviera en primera fila para el espectáculo que, en realidad, era él.
Santiago entró unos minutos después, con su chaqueta negra de siempre, esa que le da ese aire de profesor rebelde pero tranquilo. Camiseta gris, jeans oscuros y botas cafés. Todo él parecía un personaje salido de una película de las que te dejan pensando. Ni muy arreglado, ni desarreglado: justo en ese punto donde parece que no le importa nada, pero en el fondo todo tiene su orden.
Tenía cara de haber dormido poco o de haber estado pensando mucho. El cabello más revuelto que de costumbre, y esos ojos serenos, como si nada lo apurara, como si llevara en la cabeza un universo que nadie más ve. Serio, pero no frío. Su voz, cuando habló, hizo que el murmullo del salón se callara con un respeto que no se exige, sino que se inspira.
—Buenos días —dijo con voz pausada, ronca, como si acabara de despertarse del pensamiento más interesante del mundo.
Algunas chicas respondieron en tono de fans encubiertas. Yo solo asentí con una sonrisa que no supe si él notó, pero que me brotó sola, como una flor de nervios.
Durante la clase se acercó a mi mesa un par de veces. Me corrigió unas pronunciaciones, con esa paciencia suya que no se ve todos los días.
—Try again, Alejandra —me dijo, sonriendo de lado.
—Though… —repetí, tropezando con la palabra como si fuera una piedra.
—Much better. You're improving, slowly but surely.
Ese “slowly but surely” se me quedó colgado en el pecho. Me dieron ganas de grabarlo, ponerlo de fondo de pantalla, escribirlo en la pared. Quise preguntarle si también creía eso sobre mí… como persona, no solo como estudiante. Pero me callé. Siempre me callo lo que más quiero decir.
Santiago volvió a su escritorio, y yo me quedé con el eco de sus palabras. A veces pienso que él tiene ese tipo de mente que observa todo y no dice nada, pero que siente mucho más de lo que aparenta. ¿En qué piensa cuando mira por la ventana entre clase y clase? ¿Qué historias le habrán roto el alma para tener ese aire tranquilo y, a la vez, tan lleno de mundos? Me encantaría preguntárselo. Me encantaría escucharlo sin que se sintiera juzgado.
Cuando terminó la clase, recogí mis cosas lentamente, como quien espera que algo (o alguien) le detenga el paso.
Y entonces llegó Laura. Con su bolso colgando torcido y la energía de una tormenta feliz.
—¡Aleee! ¿Estás viva? —me gritó entre risas mientras se dejaba caer a mi lado—. No te vi ni parpadear en toda la clase.
—Estoy viva… pero apenas —le dije entre risas. Intenté sonar normal, pero mi voz se sintió como una hoja frágil.
—Ay no, te tengo que contar algo. Es sobre David.
David. El famoso David. Compañero, sonrisa encantadora, energía relajada. El que le gustaba a Laura desde la semana uno. Y, sí… el mismo con el que tuve cierta conexión confusa. Yo también lo había mirado distinto en algún momento. A veces siento que él también me mira con algo escondido. Pero nunca estoy segura. Y eso me incomoda más de lo que debería.
—¿Qué pasó? —pregunté con tono neutral, escondiendo el cosquilleo que me subía por el cuello.
—Hoy me habló —dijo Laura—. ¡Y me dijo que mi cuaderno tenía dibujos lindos!
—¿Tú dibujas?
—¡No! Pero igual me lo dijo, ¿tú crees?
Reí. A veces la lógica del amor adolescente no necesita razones. Solo motivos pequeños, como un cuaderno rayado o una sonrisa fuera de lugar.
—¿Y qué le respondiste?
—Que gracias. Pero con una voz… ¡horrible! Seguro pensó que tengo una alergia crónica o algo. Estaba tan nerviosa. Ale, ¡yo creo que él también siente algo!
—¿Y si no?
—¿Y si sí? —me replicó con una sonrisa peligrosa.
Quise abrazarla. Laura era esa clase de persona que se lanza al vacío sin miedo. Yo, en cambio, le construyo murallas al amor, y luego me quejo porque nadie entra.
En medio de nuestra charla, David se acercó a dejar un libro en su puesto. Me saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa ligera. Sus ojos se cruzaron con los míos por un segundo eterno.
—¿Ese casco es tuyo? —le pregunté sin pensarlo, viendo el que traía en la mano.
—Sí —dijo él, y me lo tendió—. ¿Quieres verlo?
—¿Puedo?
—Claro. Pruébatelo.
Lo tomé. Era más pesado de lo que esperaba. Me lo puse mal, de lado. Él se rió, pero con ternura.
—Así vas directo al hospital —bromeó.
—Al menos me llevan en tu moto —le dije sin pensar.
Él me miró un poco más de la cuenta. No fue una mirada cualquiera. Fue de esas que se sienten como una nota mal tocada en medio de una canción perfecta. Algo no encajaba. O tal vez… encajaba demasiado.
Laura miraba desde su silla. No sé si notó algo. No sé si me estoy traicionando solo con sentir.
Cuando salimos, el cielo estaba gris, como si el mundo entero entendiera mi enredo emocional. Caminamos en silencio unos minutos, y luego Laura retomó su monólogo sobre David.
Pero yo ya no la escuchaba del todo. Estaba recordando la sonrisa de Santiago, la forma en que me decía mi nombre, el eco de su voz. Pensaba en David, en sus gestos amables, en la línea invisible entre una amistad y un “algo más”. Y pensaba en mí. En lo mucho que sentía y lo poco que me atrevía a decir.
Despues de despedirme de Laura me puse los audifonos, queria huir del ruido del mundo y enfocarme en mis pensamientos y sentimientos.
Y fue ahí, justo en medio de una canción melancólica, donde lo entendí: hay amores que duelen en silencio, porque no tienen espacio para crecer sin romper algo en el camino.
Editado: 17.07.2025