Estaba sentada sobre mi cama, rodeada de hojas arrugadas con apuntes de inglés, resaltadores sin tapa, una taza de café frío y mis ganas de estudiar pendiendo de un hilo. El examen era al día siguiente, y yo no lograba concentrarme. No era por el verbo to be, ni por los ejercicios de gramática, era por él.
Por Santiago.
Tenía la ventana abierta, aunque hacía frío. Necesitaba aire, aunque más bien parecía necesitar respuestas. Le di play a la lista de reproducción que uso cuando ya no sé cómo organizar mi mente. Canciones lentas, profundas, y ahí apareció una que me agarró sin permiso:
“Eavemaría” de Nanpa Básico.
Virgen santa
Ese movimiento que tú tienes me encanta
Cuando voy pa’ abajo, fácilmente me levantas
Como la ganjah, tú eres una santa...
Ahí estaba otra vez. Ese temblor en el pecho. Esa punzada inexplicable que aparece solo con pensar en él.
Lo peor es que sí.
Santiago me levantaba.
Y ni siquiera lo sabía.
Me recosté en la cama con los audífonos puestos y los ojos cerrados. Todo a mi alrededor se detuvo por un momento, como si la canción y mis sentimientos hubieran hecho un trato para congelar el mundo.
Santiago no era un tipo que pasara desapercibido.
Era más bien como una tormenta en silencio.
No hacía escándalo, pero arrasaba con todo lo que tocaba.
Y lo que más dolía…
Era no saber si él lo sabía.
Si al menos sospechaba que yo lo miraba como quien mira el atardecer: con ternura, con respeto, y con miedo a que se acabe.
“Yo veo tus ojos y eavemaria, te tengo cerquita y eavemaria”
Suspiré. Era eso. Santiago me descoloca.
Lo tengo cerca y es como si el mudo a mi alrededor desapareciera.
Mientras yo me debatía entre estudiar o llorar, en otro punto de la ciudad Santiago revisaba trabajos en su computador. Tenía puesta una playlist instrumental, de esas que ayudan a pensar… o a dejar de hacerlo.
Miró el reloj.
10:47 p.m.
Se frotó los ojos, suspiró, y se detuvo en un nombre: Alejandra Vargas.
Leyó su ejercicio. Sonrió. No porque estuviera perfecto, sino porque podía reconocer su voz incluso escrita. Esa manera suya de expresarse… era única. Medio torpe a veces, pero honesta. Y a Santiago eso le bastaba para dejar de pensar solo como profesor.
¿Le gustaba esa alumna?
No.
¿Cierto que no?
Volvió a mirar su pantalla. Luego la minimizó. Abrió Instagram.
“No lo hagas”, se dijo.
Y aun así, buscó su nombre. Solo para ver si había subido algo. Solo por curiosidad. Solo… solo para verla.
De vuelta en mi cuarto, el reloj marcaba las 11:00 p.m. Cerré el cuaderno.
No podía más.
La canción ya había terminado, pero la letra me seguía sonando en la cabeza.
“Eavemaría, baby tú me causas alegría...”
Y así, sin decirlo, sin escribirlo, sin siquiera aceptarlo del todo, me dormí pensando en él.
Una vez más.
Como siempre.
Como si Santiago fuera mi oración favorita.
Editado: 18.07.2025