No Sabes Todo Lo Que Te Dije En Silencio

El peso del silencio

El silencio se había convertido en un hábito para Alejandra. Caminaba entre la gente como si no existiera, participaba en clase lo justo para no llamar la atención, y respondía con sonrisas automáticas que no alcanzaban a convencer a nadie. Por dentro, todavía cargaba con las palabras de Santiago, con esa frialdad que la había atravesado sin piedad. Era un recuerdo que pesaba como piedra, un eco que no se iba.

Pero aunque la herida seguía abierta, había algo distinto: la presencia de David. No era un héroe ni un salvador, pero estaba ahí, constante, en los momentos más inesperados. Esa cercanía silenciosa había comenzado a marcar una diferencia. Alejandra lo sentía, aunque intentaba no darle demasiada importancia. Temía ilusionarse otra vez, temía abrirse, temía repetir la historia.

Laura lo notaba. Ella siempre había sido buena observando a Alejandra, pero ahora la miraba con un peso extra en el corazón. Porque sí, estaba feliz de que David lograra arrancarle sonrisas a su amiga, pero también dolía. Dolía porque en silencio llevaba tiempo sintiendo algo por él, algo que nunca se había atrevido a confesar. Cada vez que veía a David acercarse a Alejandra, su corazón se apretaba, como si alguien lo exprimiera desde adentro.

Una tarde, durante el descanso, Alejandra estaba sentada sola en el pasillo, jugando con la tapa de su botella de agua. David apareció y, sin decir mucho, se sentó a su lado. No hubo palabras al principio, solo la compañía. Al cabo de unos minutos, le tendió un paquete de galletas y dijo con naturalidad:

—No puedes sobrevivir a esta tarde con solo agua.

Alejandra lo miró con sorpresa, pero aceptó. Fue un gesto simple, pero suficiente para hacerla reír suavemente. Laura, que observaba desde unos metros más allá, sintió cómo su estómago se retorcía. Quiso acercarse, quiso interrumpir, pero se contuvo. Se quedó allí, sonriendo de lejos, aunque por dentro estaba hecha pedazos.

Esa noche, Laura lloró en silencio. No quería ser egoísta, no quería poner sus sentimientos por encima de la recuperación de Alejandra, pero tampoco podía negar lo que sentía. Su dilema era brutal: ser una amiga fiel o escuchar lo que su corazón le pedía. Y eligió callar. Eligió tragarse las palabras, porque prefería soportar su dolor antes que ver a Alejandra hundirse otra vez.

Mientras tanto, Santiago seguía en su contradicción. Se obligaba a no mirar, a no pensar, pero sus ojos lo traicionaban. La veía en clase, veía cómo David se acercaba más, y en su interior surgía una incomodidad que no quería aceptar. “No debería importarme”, se repetía. “Tengo novia, debo ser fiel.” Pero por más que lo intentara, la inquietud estaba allí, como una sombra que no se disipaba.

David, en cambio, no tenía dudas. No era un hombre de palabras grandilocuentes ni de gestos exagerados, pero su atención hacia Alejandra era evidente. La escuchaba incluso cuando ella no hablaba. Notaba cómo su cuerpo se tensaba cuando alguien mencionaba a Santiago. Notaba la forma en que evitaba mirar ciertos rincones del salón. Y en lugar de presionarla, simplemente se quedaba a su lado, construyendo poco a poco una presencia que se volvía refugio.

Un día, después de clase, Alejandra salió más tarde de lo normal. La lluvia había empezado a caer con fuerza, y ella no llevaba sombrilla. Caminó hasta la puerta, resignada a mojarse, cuando David apareció con una de esas sonrisas tranquilas y un paraguas en la mano.

—¿Vamos? —dijo, como si fuera lo más natural del mundo.

Ella dudó un segundo, pero finalmente asintió. Caminaron juntos bajo la lluvia. No hablaron demasiado, solo lo justo, pero el sonido de las gotas golpeando el paraguas creaba una burbuja de calma. Alejandra se sintió extrañamente segura en ese espacio compartido. Era la primera vez en mucho tiempo que no sentía el peso absoluto de la soledad.

Laura los vio marcharse juntos desde la ventana. Su pecho se contrajo, una mezcla de tristeza y resignación. Se repitió a sí misma que estaba bien, que lo importante era que Alejandra estuviera mejor, que ella ya tendría tiempo para lidiar con su propio dolor. Pero en el fondo sabía que ese silencio suyo también pesaba, tanto como el de Alejandra.

Esa noche, Alejandra escribió en su cuaderno:

"No sé qué hacer con este nuevo sentir. No es amor, no todavía. Pero su presencia me calma, me devuelve pedacitos de mí que pensé perdidos. Me da miedo, porque no quiero lastimarme ni lastimar a nadie. Sin embargo, hay algo en él que me recuerda que no todo es oscuridad."

El silencio seguía siendo parte de sus días: el silencio de Santiago que se mantenía distante, el silencio de Laura que callaba su propio dolor, y el silencio de David que, lejos de ser vacío, se había convertido en refugio. Cada uno cargaba con su propio peso, pero poco a poco, Alejandra comenzaba a entender que no todos los silencios eran iguales. Algunos podían ser cadenas, pero otros, sorprendentemente, podían ser alas.

Y en medio de ese laberinto emocional, la pregunta seguía flotando: ¿hasta dónde dejaría entrar esa luz inesperada?



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En el texto hay: amor, miradas, emociones

Editado: 27.08.2025

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