Capítulo 1: La tormenta detrás del cristal
El sonido de la lluvia contra el vidrio era casi hipnótico. Para cualquier otro niño, esa noche fría y tormentosa habría significado cuentos junto a la chimenea, chocolate caliente, el calor de un abrazo maternal. Para Harry, sin embargo, significaba silencio, oscuridad y miedo.
Apenas tenía cuatro años, pero sus ojos verdes, grandes y brillantes, estaban llenos de una tristeza tan antigua como el tiempo mismo. Sentado en el suelo de su habitación, abrazaba sus piernas contra el pecho, balanceándose suavemente, como si así pudiera calmar el dolor que ardía en su piel y en su corazón.
El cuarto era pequeño, húmedo y apenas iluminado por una vela vieja que goteaba cera sobre un plato astillado. La pared estaba llena de manchas de humedad y el piso crujía con cada mínimo movimiento. Un colchón sucio en una esquina, una manta rota y una muñeca sin cabeza (que había pertenecido a algún vecino y que Harry había encontrado en la basura) eran sus únicas pertenencias.
Esa noche, el viento silbaba con fuerza, sacudiendo las viejas paredes de la casa. Harry escuchaba a sus padres discutir en el piso de abajo. No entendía cada palabra, pero el tono era suficiente para aterrorizarlo. Su madre, una mujer alta y huesuda, siempre tenía el ceño fruncido. Sus ojos eran fríos como piedras y sus labios delgados apenas se movían cuando no estaban gritando. Su padre, un hombre corpulento con aliento a licor, tenía manos enormes que se cerraban como garras sobre el pequeño cuerpo de Harry.
—¡Maldito mocoso inútil! —escuchó gritar a su padre, seguido del sonido de una botella rota.
—Si no fuera por él, tú no estarías tan acabado —replicó la madre con desprecio.
—¡Cállate! —la voz del padre rugió, haciendo temblar las paredes.
Harry se tapó los oídos con fuerza. El miedo lo paralizaba, pero dentro de él, algo crecía cada vez que escuchaba esas voces. Una pequeña chispa, un calor desconocido. Una magia dormida que latía como un tambor en su pecho.
Había aprendido a moverse en silencio. Si hacía ruido, el castigo era seguro. Si preguntaba algo, recibía un bofetón. Si lloraba, el castigo era peor. Por eso aprendió a no llorar. A contener cada lágrima, a tragarse cada sollozo, a vivir en su propio mundo de fantasía donde imaginaba que existía un lugar mejor.
Recordaba vagamente una noche cuando tenía tres años, en la que había soñado con un lugar cálido, con música, risas y luces. Una sensación de brazos que lo envolvían y una voz dulce que le cantaba al oído. Pero cuando despertó, sólo encontró la oscuridad de su cuarto y la certeza de que nadie lo amaba.
A veces se preguntaba si esos recuerdos eran reales o inventados por su mente para sobrevivir.
Esa noche, sin embargo, no quería seguir esperando. La voz interior que crecía en su pecho le decía que debía irse, que debía buscar ese lugar donde pudiera sentirse querido, aunque fuera solo un sueño.
Llevaba semanas planeándolo. Había reunido pequeñas sobras de comida: un trozo de pan mohoso, algunas galletas que había logrado esconder cuando nadie lo veía, y una vieja manta que había encontrado olvidada en el armario. No era mucho, pero era todo lo que tenía.
Mientras sus padres seguían discutiendo, Harry se puso de pie con cuidado. La vela parpadeó, proyectando sombras monstruosas en la pared. Con pasos lentos, se acercó a su pequeño escondite, una tabla suelta en el suelo donde guardaba su tesoro.
Sacó la manta y las migas con las manos temblorosas. Sintió un nudo en la garganta, pero no lloró. Sabía que si lloraba, sus padres lo oirían.
Se acercó a la ventana. Había practicado varias veces en su mente cómo abrirla sin hacer ruido. Levantó el marco lentamente, escuchando cada crujido como si fueran explosiones. Cuando la ventana estuvo lo suficientemente abierta, sintió el viento frío golpear su rostro. Cerró los ojos y respiró hondo.
Por un instante, dudó. Recordó el sabor amargo de los golpes, el ardor de las lágrimas no derramadas, el vacío en su estómago. Pero también recordó la voz interior que le prometía libertad.
Sin mirar atrás, se deslizó por la ventana. Sus pequeños pies tocaron el barro frío del jardín trasero. La lluvia mojaba su cabello, pegándolo a su frente. La manta se empapó casi de inmediato, pero él no se detuvo.
Cruzó corriendo el jardín, se enredó con las plantas y cayó un par de veces. El corazón le latía tan fuerte que temía que se escuchara a kilómetros. Al llegar al final del terreno, se detuvo un segundo para mirar atrás. Las luces de la casa parecían ojos rojos brillando en la oscuridad.
Por un instante, sintió un retorcido deseo de que su madre saliera y le gritara que volviera. Una última señal de que, tal vez, le importaba. Pero la puerta permaneció cerrada, las luces fijas. Nadie salió. Nadie lo llamó.
Un trueno rompió el cielo, iluminando el camino al bosque. Harry dio un paso adelante y, con cada paso, el peso en su corazón disminuía. Caminó y caminó hasta que los árboles lo envolvieron en un abrazo sombrío y húmedo.
La primera noche en el bosque fue la más difícil. Se acurrucó bajo un árbol grande y frondoso, enrollado en su manta empapada. El frío le calaba los huesos, y escuchaba los sonidos extraños de animales, hojas moviéndose y ramas quebrándose. Cada ruido era un posible monstruo, un depredador, un fantasma.
Pensó en volver, pero una fuerza dentro de él le dijo que siguiera. Se abrazó a sí mismo y cerró los ojos, imaginando el calor de un abrazo que nunca había sentido.
Cuando despertó al amanecer, cubierto de barro y hojas, tenía el estómago vacío y el cuerpo dolorido. Caminó hacia un arroyo cercano, donde bebió agua con las manos. No era el agua más limpia, pero era suficiente.
Durante los días siguientes, Harry se convirtió en un pequeño espectro errante. Recolectaba bayas, atrapaba insectos (aunque a veces no se atrevía a comerlos) y dormía en cualquier rincón donde pudiera esconderse.