Capítulo 8: El escenario de la verdad
El amanecer era gris y pesado, como un presagio. Hadrian se despertó antes de que el primer rayo de luz tocara las paredes de piedra. Sus manos estaban frías, pero su mente ardía.
Recordó las palabras de Voldemort del día anterior: Mañana hablarás ante los míos. Hoy ya no eres un niño. Hoy serás visto como un líder.
Se sentó al borde de la cama. Un leve dolor le recorría la garganta por las horas de práctica, pero el frasco que Severus le había dado seguía bajo la almohada. Lo sacó y bebió un sorbo. Sintió el calor deslizarse por su cuerpo, suavizando cada tensión.
Se vistió con una túnica negra más formal que las anteriores. Tenía bordes plateados y el símbolo del clan Riddle grabado en el pecho: una serpiente enroscada alrededor de un fénix en cenizas.
Cuando salió al pasillo, Severus lo esperaba, como siempre, rígido pero alerta.
—¿Preparado? —preguntó Severus, su voz baja y casi suave.
Hadrian respiró hondo y asintió.
—Sí.
Severus lo observó un instante más. Después, alzó una mano y acomodó un mechón rebelde detrás de su oreja. Fue un gesto breve, casi torpe, pero cargado de ternura.
—Recuerda —dijo—. Sé tú mismo. Ellos esperarán al heredero, pero lo que los conquistará es tu corazón.
Hadrian sintió un nudo en la garganta. Quiso hablar, pero solo asintió.
El gran salón estaba iluminado con antorchas verdes que proyectaban sombras inquietantes. Había al menos cuarenta magos y brujas, todos vestidos con túnicas oscuras, la mayoría con el símbolo de la serpiente plateada.
Voldemort estaba en el centro, con la cabeza erguida y una presencia que devoraba el espacio.
Cuando Hadrian entró, los murmullos comenzaron como un murmullo de agua en un río subterráneo. Algunos lo miraban con curiosidad, otros con escepticismo.
Voldemort levantó una mano y el silencio cayó como una guillotina.
—Hoy, mi heredero se presenta ante ustedes —anunció, su voz retumbando en los muros—. Hablará. No solo con magia. Con palabras. Escúchenlo.
Voldemort se apartó, dejando el centro vacío. Hadrian sintió la presión de todos los ojos sobre él, una corriente densa que lo empujaba hacia atrás.
Recordó el castillo mental que había construido, los muros negros y el foso llameante. Se apoyó en esa imagen y dio un paso al frente.
Respiró.
—No soy un Potter —dijo, su voz temblando apenas—. Ese nombre murió el día que decidí sobrevivir.
Los murmullos crecieron, pero nadie habló en voz alta. Hadrian continuó.
—Soy Hadrian. El heredero del Lord Oscuro. Y no he venido a pedirles que me sigan… —hizo una pausa, clavando la mirada en cada uno—. He venido a mostrarles que yo también he caído, que he sentido el dolor de ser abandonado, de ser traicionado.
Un mago en la segunda fila se movió inquieto. Hadrian giró hacia él, con los ojos brillando.
—Si hoy estoy aquí, es porque elegí levantarme. Porque encontré una familia —miró brevemente hacia Voldemort y Severus—. Y si yo puedo resistir, ustedes también pueden.
El silencio era ahora tan profundo que podía oír su propia respiración.
—No busco seguidores ciegos —continuó—. Quiero aliados. Quiero mentes despiertas. Quiero guerreros que no teman caer porque saben que se levantarán.
Varios de los presentes comenzaron a mirarse entre sí, inseguros, pero ya no incrédulos. Una bruja en la tercera fila dejó escapar un suave sí, casi sin darse cuenta.
Hadrian levantó la cabeza.
—Si quieren luchar conmigo, no será porque teman al Lord Oscuro. Será porque crean en mí.
Cuando terminó, bajó la varita. Se dio cuenta de que había estado sujetándola con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos.
Hubo un momento largo, interminable.
Entonces, uno por uno, los magos y brujas comenzaron a arrodillarse. Algunos lo hicieron con dudas, otros con determinación.
Voldemort observaba en silencio, sus ojos rojos fijos en Hadrian. Finalmente, dio un paso al frente y puso una mano en su hombro.
—Has hablado no como un niño, sino como un líder —dijo en voz baja, pero lo suficientemente fuerte para que todos oyeran—. Estoy orgulloso.
Hadrian sintió un calor profundo en el pecho. Voldemort lo soltó y giró hacia los seguidores.
—Levántense —ordenó—. Hoy nace un nuevo futuro.
Todos se pusieron de pie, algunos aún con rostros tensos, pero nadie osó protestar.
Cuando la asamblea terminó, Hadrian salió casi tambaleante al pasillo. Severus estaba allí, esperándolo.
En cuanto lo vio, Hadrian se abalanzó hacia él, aferrándose a su túnica. Su cuerpo temblaba con la descarga emocional.
Severus, sorprendido, lo sostuvo con torpeza al principio. Luego, suspiró y apoyó una mano firme en su espalda.
—Lo hiciste bien —murmuró, con un tono grave que ocultaba cariño.
Hadrian apretó más el abrazo.
—No sabía si podría… —confesó, su voz rota.
—Pero lo hiciste —insistió Severus—. Y eso es lo único que importa.
Cuando Hadrian se calmó, Severus se apartó un poco y lo miró con severidad.
—Aun así, la próxima vez no olvides mantener tu guardia mental. Tu emoción te abrió brechas.
Hadrian asintió, ruborizado.
—Sí, Severus…
Severus resopló y revolvió su cabello, como un gesto automático de afecto.
—Ve a descansar —ordenó—. Yo mismo revisaré tus muros mentales esta noche.
Hadrian sonrió, aliviado.
Esa tarde, Voldemort lo llamó a su estudio privado. Las paredes estaban cubiertas de libros antiguos y mapas mágicos, muchos marcados con hilos y alfileres.
—Hoy diste un paso importante —dijo Voldemort, sentado tras un escritorio imponente—. Pero debes entender algo.
Hadrian se sentó, atento.
—El poder de la palabra es tan mortal como una maldición asesina. Puedes inspirar, pero también puedes destruir con ella —explicó Voldemort, entrelazando los dedos—. Por eso, dominarás también la manipulación emocional.