Estaba tan enfadada que lo ignoró pero él parecía no estar de acuerdo que se fuera así sin más. Él se puso en medio de la puerta que daba al salón de baile.
— ¿Me deja pasar? —preguntó sin mirarle. Intentó que su tono fuera desinteresado.
Pero él no tenía pensado en hacerlo. Le preguntó a su vez:
—¿Qué hacía en el cuarto de la limpieza?, ¿espiándome?
El duque Werrington le faltaba el monóculo para crear más intimidación si se podía dar el caso. Estaba esperándola y no con buenos ojos precisamente. Estaba de brazos cruzados y mirándola con censura. Supuestamente debería estar contento después de que su amante le propusiera repetir aquello que hicieron en París. No era tan ingenua; no iba a tomar el té, sino algo más que incluía estar desnudos en una cama.
Debería darle poca importancia porque él no formaba parte de su vida. Bueno sí, era su tío pero político. No de sangre.
— No lo negaré —respondió a la defensiva y se cruzó de brazos al igual que él —. Estaba tan aburrida que no se me ocurrió otra cosa que espiar —no pudo evitar añadir con cierto deje sarcástico: — ¡Qué grata sorpresa ha sido descubrir que erais viejos conocidos! Me refiero, a la señora Garnier y a usted.
— Es suficiente —su voz era cortante —. No tendría que haber escuchado dicha conversación.
— ¿Por qué? — preguntó haciéndose la ingenua. Pero ambos sabían que no lo era. Ni un pelo.
Pudo ver que el duque apretaba los labios en una línea fina.
—Porque era privado y no debería haberla escuchado, ni haberse enterado de ciertos detalles que solamente incumben a la señora Garnier y a mí.
Ella se encogió de hombros dándole entender que no le importaba.
—Perdón por si puse mi oreja en la puerta y en ese momento su amiga clamara a los cuatros vientos su interés por usted.
—Se está sobrepasando de insolencia.
—¿Insolencia? —puso una mano sobre su pecho fingiendo que estaba ofendida —. Se equivoca, su excelencia. En vez de echarme el sermón, le aconsejo que se lo ahorre y la próxima vez le pida a la señora Garnier más discreción de su parte si no quiere que todos los invitados se enteren de su petit affaire.
Por la mirada del duque, que brillaba peligrosamente, le dio entender que había dado en el clavo aunque él no lo iba reconocer porque era orgulloso.
Ella tenía razón en cuanto a su antigua amante hubiera sido más discreta y menos atrevida. Sin embargo, se le había escapado de la manos un poco la situación. ¿Quién se iba imaginar que la señora Garnier fuera la misma mujer que conoció en un hotel de París? Parecía ser que era viuda de un almirante inglés, que tuvo la generosidad de darle su apellido y apoyo (tanto económico como social) cuando vino como una refugiada. Sin embargo, su marido murió hacía dos años.
Era viuda y ahora que lo había visto allí, en su propia casa, había revivido su interés cosa que él había planeado.
Pensó que él había terminado de regañarla debido a su silencio, así que pasó por su lado pero él la agarró de la mano provocando esa corriente. Se habría apartado si hubiera podido pero el duque sujetó su mano de manera férrea.
— No se irá si me promete que no dirá una palabra sobre ello.
Alice quiso reír de la situación tan surrealista que estaba viviendo. ¿Por qué encontraba molesto y decepcionante que él le pidiera eso?, ¿De verdad que él pensaba que los protegería con su silencio?
— ¿Qué me ofrece a cambio? — no pudo evitar mostrar su otra cara, aquella que la había ayudado sobrevivir en las calles de East End.
— Debería haberlo supuesto — sonrió de medio lado y negó con la cabeza — que habría un precio por su silencio.
Ella se encogió de hombros y miró la mano aún envuelta por la de él. Había suavizado su agarre pero aún todavía no la había soltado.
— Claro, no lo haría en balde — se encogió de hombros e intentó sonar despreocupada.
—¿Qué quiere? Diamantes...
— ¿Diamantes? No, gracias.
Otra dama estaría encantada con esa oferta pero ella no.
— Un caballo.
Ella fingió pensárselo dándose golpecitos en la barbilla con la otra mano.
—Ay, su excelencia piense un poco. No quiero regalos que serían propios para una amante, por favor.
Oh, el duque también se sonrojaba, por lo que pudo observar. Ella no era lo única y lo encontró fascinante y más atractivo si podía ser posible.
— Discúlpame.
— ¡Qué bonita palabra oírla de su boca! — él estaba perdiendo la paciencia. Quería zarandearla.