—¡Dale, no seas cagón! —gritó uno de los dos jóvenes. Él, llamado Marcos, era el más intrépido, quien había crecido bajo la lectura de cuentos sobre fantasmas y películas de terror basadas en historias reales.
—¡N-no...! ¡No soy cagón! —respondió el otro, de lentes remendados con cinta, mientras trataba de seguirle el paso a su compañero; León se había acostumbrado a ir tras Marcos, a pesar de que solo quería cuidarlo, pues las aventuras no eran lo suyo ni mucho menos lo paranormal.
Ambos avanzaron por la desolada rambla de La Floresta, llegando por fin a su destino: una casa abandonada de dos plantas. Esta solía ser decorada como casa del terror en un evento llamado Noche Blanca, pero solo se podía ver el exterior de la misma. En la secundaria de los protagonistas, un día, corrió un rumor, uno que contaba sobre la presencia del cadáver de una joven que murió de amor, y su fantasma, despechada, esperaba cada 31 de octubre que su marido infiel apareciera para poder vengarse. Por lo que Marcos, impulsado por su curiosidad, arrastró a León hacia aquella noche de la fecha adecuada para descubrir la verdad al respecto.
—¿Estás listo? —preguntó el más aventurero—. ¿Trajiste la cámara y los comunicadores como te pedí? —Su cómplice asintió—. Bien ahí, ahora te hago piecito y pasás la reja...
Dicho esto, Marcos dobló sus piernas y juntó ambas manos, a lo que León, temblando como vara verde, apoyó su pie para poder impulsarse con ayuda de su compañero y así alcanzar el extremo más alto del alambrado, cruzando casi sin problemas hacia el predio de la casa. Luego Marcos le entregó el bolso, donde estaba el equipo para grabar y contactarse con seres paranormales, y los teléfonos de ambos. El chico de lentes encendió uno de ellos para iluminarle a su compañero.
—¿Y-y vos có-cómo vas a pasar?
El joven se acomodó la cabellera castaña y sonrió con actitud altanera.
—Mirá y aprendé del maestro.
Dio unos pasos hacia atrás, tomando carrera, y luego corrió directo al pequeño portón. Segundos antes de chocar, apoyó su pie derecho en el centro y se sostuvo con ambas manos de la parte superior oxidada, para luego, en un movimiento rápido, impulsarse con el otro miembro inferior y cruzarlo hacia el otro lado. Claro que, a pesar de haber intentado soltarse a tiempo, no calculó bien la caída y acabó enterrando la cara en el suelo. León, mientras se acomodaba los lentes, se acercó a él.
—¿E-estás bien? ¿Quieres que...? —Antes de poder sacar algo del bolso, su amigo lo detuvo.
—Estoy bien, no seas nabo. —Se levantó como si nada hubiese ocurrido y limpió su rostro, el cual apenas se había rasguñado—. Ahora empecemos con la verdadera acción.
Seguido de esto, León encendió la cámara mientras Marcos tomaba el teléfono que ya tenía activada la linterna y se colocó uno de los walkie-talkie en el cinturón. Hicieron una pequeña grabación de prueba, donde el de cabello castaño narraba como si fuese el mismísimo Guillermo Lockhart, para luego, finalmente, acceder a aquella casa. La sala, parecida a películas de 1920, estaba bastante desgastada por el tiempo que había transcurrido allí. Solo se podían sentir los pasos cuidadosos de ambos chicos, quienes, con personalidades tan chocantes, reaccionaban diferente a la decoración del lugar; mientras uno parecía intrigado por el polvo que había sobre la encimera, el otro deseaba que un ratón no se le cruzase demasiado cerca de los pies. De pronto un sonido, proveniente del piso de arriba, los colocó en alerta.
—Es madera crujiendo... Deberíamos ir a investigar —susurró uno de ellos.
—¿¡Estás loco, Marcos!? —contestó de la misma forma el otro—. ¿Y si es el fantasma?
—Con más razón. Vení, vamos a captarlo en cámara. —Y así, sin siquiera darle tiempo al chico de lentes a objetar algo más, lo tomó del brazo para subir las escaleras de madera podrida, la cual parecía a punto de ceder en cada escalón que lograban avanzar. León, asustadizo como era, temblaba como gelatina. Marcos, en cambio, tenía el corazón latiendo rápido de tanta emoción.
Un olor putrefacto, como cuando había tumbas abiertas en los cementerios, llegó a las narices de los protagonistas. El más intrépido reconoció que se trataba del aroma que suelen desprender los cuerpos en descomposición, por lo que, sin pensárselo dos veces, fue iluminando la zona del piso superior para encontrar el cadáver.
—Amor mío... Llegas a tiempo... —Se escuchó una voz femenina espectral, algo entrecortada por la interferencia, a través del walkie-talkie que llevaba el joven en su cinturón. Ambos se sorprendieron ante la tan pronta comunicación del ser.
—Ma-Marcos... —tartamudeó el más miedoso, quien, al ser iluminado por la linterna de su amigo, se notaba más pálido que un fantasma; un sudor frío le recorría la frente y sus ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas. Marcos giró tan lentamente que podría haber desesperado a cualquiera. Y entonces, cara a cara, nuestros protagonistas vieron a la damisela de tonos traslúcidos, con una curva maliciosa en sus labios y dientes alineados a la perfección.
—¿Por qué has vuelto, amor mío? —Su mano se posó en el hombro del más valiente y él tragó saliva, espantado por aquella presencia. La tela de su piel fantasmal acarició al joven—. ¿Te ha cansado aquella mujerzuela y vienes a buscarme? —Los dedos se treparon hacia su cuello de tal forma que, poco a poco, comenzaron a impedirle el paso de oxígeno. Marcos, en un intento desesperado de escapar, quiso tomarla del brazo, pero solo sintió como si hubiese querido atrapar el vapor de una caldera, aunque se sentía congelado—. ¡Si me he muerto por el amor que me has quitado, morirás tú por haberme hecho eso!
León, aún paralizado, observó cómo su compañero agonizaba mientras era levantado unos cuantos centímetros del suelo. No sabía cómo ayudarlo, solo tenía la visión del cuerpo dejando de insistir y quedándose de a poco sin fuerzas, sin movimiento, quieto... Muerto. La joven soltó el cadáver y quedó allí, en el suelo, junto al teléfono que aún le funcionaba la linterna. Ella decidió acercarse al oído del chico de lentes.
—Corre...
Seguido de esto, los pies de León reaccionaron, y, torpemente, se dirigieron hacia las escaleras en plena oscuridad. La luz de la luna apenas entraba por las ventanas de la casa, por lo que no se podía ver bien el camino para escapar de aquel ser despechado. Sin voltearse, bajó los escalones de dos en dos y ni siquiera prestó atención a los crujidos fuertes que provocaba esto, hasta que, como era de esperarse, uno de ellos finalmente cedió y acabó partido en dos, atrapando el pie derecho del joven. La voz de la damisela, quien repetía una y otra vez que debía correr, se escuchaba cada vez más cerca, lo que más desesperación hacía sentir a León y así menos podía zafarse del problema. Su corazón latía como si un millón de caballos galoparan en su pecho, mientras que su agitación era cada vez más fuerte. Pequeños quejidos escapaban de sus labios, mientras que el sudor ya recorría todo su cuerpo. La madera rasguñaba la piel de su pierna en cada tirón que daba en busca de salir y sintió que algunas astillas se clavaron en él. De pronto, la voz dejó de hacer eco en la casa. Por lo que, un poco más tranquilo, León siguió insistiendo en escapar. Cuando creyó haber conseguido desatascar su pie, algo, similar a una tela de seda, cubrió completamente su tobillo, y un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza.
—Atrapado...
Y lo que comenzó como un juego de cazafantasmas, acabó siendo la noche donde dos jóvenes descubrieron que la curiosidad no solo mataba a los gatos.