«¡Por fin! Servicio acabado» pensó Ethan cuando terminaba de abrocharse su arrugada camisa blanca. Mientras estaba frente al espejo, observó a la señora Memphis que aún yacía en la cama.
Para ser una señora de cincuenta y siete años, aún se conservaba bien. Su cabello era rubio platino perfectamente peinado y era dueña de unos preciosos ojos verdes. A legua se notaba que tenía un gran cirujano plástico, no contaba con ninguna arruga en su rostro, ni un gramo de grasa en su cuerpo y poseía unos pechos más que generosos y firmes. Sin duda era una de las clientas favoritas de Ethan, ya que no le suponía ningún sacrificio ir con ella a eventos de la élite londinense y para que engañarse, le venía de fábula a su bolsillo.
—Ethan, cariño—se levantó de la cama y se abrazó a su cintura—Es posible que te necesite la semana que viene. Me voy a Ámsterdam unos cuantos días. Ya sabes, negocios, y quiero llevarte conmigo.
—Leena…—le sonrió con picardía a través del espejo—Estoy disponible para ti cuando quieras—se dio la vuelta quedando frente a ella—Siempre y cuando seas buena conmigo—la señora Memphis le metió un fajo de billetes en la cintura de sus boxes negros mientras con la otra mano jugueteaba en su interior—Siempre tan ardiente…—la besó en el cuello y sonrió.
—¿Cuándo me dejarás probar tu boca, Ethan? Sabes que no hay problema en cuanto a dinero. ¡Me muero por sentir tu boca en la mía!—intentó hacerlo, pero Ethan se alejó.
—Eso no está en discusión—zanjó el asunto con una sonrisa fingida—Ahora querida Leena—le dio un azote travieso—Tengo que marcharme. Un placer, como siempre.
Ethan abandonó la suite del Hotel Hilton. Mientras bajaba en el ascensor, se puso a contar el dinero que le había pagado la señora Memphis. Había 2.500 libras, siempre le pagaba de más, ya que la ilusa dama esperaba que él se enamorara locamente de ella y dejara su trabajo. Ethan no quería dejarlo, le gustaba el dinero fácil y apenas tenía que esforzarse. Sólo tenía que acompañar a las señoras donde quisieran que fueran. Le pagaban cenas, teatros, conciertos, todo lo que fuera necesario y pocas de ellas le exigían sexo.
Había estudiado derecho, pero jamás había ejercido. Era un hombre inteligente y perspicaz, no era ningún insensato, sabía lo que se hacía y eso sin duda le venía que ni pintado para su profesión.
Sus clientas lo demandaban por todas esas razones. Querían un perfecto caballero y de paso alardear de su espectacular físico.
Era un hombre alto, aproximadamente de un metro ochenta, de pelo castaño, siempre alborotado y sedoso. Sus ojos eran de un azul verdoso rodeados de espesas pestañas. Poseía un cuerpo fibrado sin llegar a ser muy musculoso y su rostro estaba adornado con unos graciosos lunares y una barba perfectamente cuidada. Su punto fuerte era su sonrisa, a veces cínica, pícara y seductora, pero nunca dejaba que lo besaran en los labios. Se lo había prometido a una persona muy especial para él.
Salió a la calle, era uno de los pocos días que el sol hacía acto de presencia en la ciudad. El ambiente era un poco más cálido de lo habitual, así que Ethan sacó sus carísimas gafas de sol y se dispuso a remangarse su camisa hasta los codos. Se detuvo frente a un escaparate para echarse un vistazo. Estaba impecable con su pantalón de pinzas, su camisa blanca y su chaleco, en cuanto se dio el visto bueno siguió caminando hasta la boca del metro.
Después de llegar a su casa en la que había vivido toda la vida, se duchó y se puso cómodo en su dormitorio. A los pocos minutos sonó su móvil del trabajo. Ethan puso los ojos en blanco ¿Podría descansar dos días seguidos?
—¿Sí?—le hablaron unos segundos—Sí, me interesaría. Pero no salgo barato—el interlocutor al otro lado de la línea siguió hablando—Está bien, nos vemos mañana allí, quizá lleguemos a un acuerdo—colgó el teléfono con una sonrisa en los labios. ¡Un mes completo de servicio! Sin lugar a dudas esa era una buena noticia, recibiría una fuerte cantidad de dinero que le ayudaría a respirar.