El panorama que encontré al llegar a la cocina fue lo último que imaginaba, y aun así se quedaba corto. Lo que se suponía era el desayuno de Verenice estaba esparcido por todos los azulejos desgastados y rotos del suelo. Los trozos de platos y tazas hacían casi imposible avanzar. Un tipo al que no conocía tenía a mi hermana acorralada contra la encimera, estrechando la distancia entre sus cuerpos mientras tomaba su pequeña cabeza entre sus grandes y asquerosas manos.
Un fuego incontrolable me invadió. No necesité pensar: me lancé sobre él. Por la presión, lastimé a Vee. Su expresión lo decía todo.
Tomé al imbécil por el cuello de su camisa rota y sucia, lo arrojé al suelo y comencé a golpearlo con toda la fuerza que tenía. Lo estrellé contra la nevera y seguí golpeándolo. El sonido de un hueso roto resonó, supe que había quebrado su nariz, tal vez también su mandíbula. No importaba. No pensaba detenerme hasta matarlo.
Escuchar a mi hermana llorar tan desconsoladamente detrás de mí solo aumentaba mi enojo e impotencia. Cada golpe era más fuerte. No me sorprendía que ese tipo tuviera tan poca voluntad y fuerza para defenderse. El olor a cigarro y alcohol que emanaba lo decía todo. Cuando noté que ya estaba al borde de la inconsciencia, tomé su ensangrentada cara entre mis manos, obligándolo a mirarme.
—No vuelvas a acercarte a mi hermana jamás, o terminaré lo que acabo de empezar —le dije, y lo golpeé una vez más, dejándolo inconsciente.
Lo dejé ahí, tirado, y me acerqué a Vee.
Ella corrió a mis brazos con tal fuerza que pude sentir su miedo en todo mi cuerpo. El maquillaje corrido y sus ojos desorbitados lo decían todo.
—No sé... No sé de dónde salió... Yo... yo... —susurró entre sollozos. Su rostro pálido dejaba ver su terror. La abracé fuerte, intentando que se calmara.
Otro grito rompió el silencio de esa escena desquiciada. La sangre del hombre estaba en el suelo, en las encimeras, en la nevera. El piso era un charco rojo y un par de dientes.
—¡¿Qué le hiciste?! ¡Estás loco! —La repugnante figura de la mujer que nos dio la vida apareció en el umbral de la puerta.
Su cabello rubio enmarañado, su ropa diminuta y el maquillaje corrido delataban que había pasado la noche con el desgraciado que yacía en el suelo, casi sin respirar. Una madre normal habría corrido hacia su hija. Pero no. Ella corrió hacia el desconocido que casi abusa de su hija. Eso me enfureció aún más.
—Él la estaba... la estaba tocando, ¿y te preocupas por él? ¿Tienes idea de lo que habría pasado si yo no estuviera aquí? —le escupí cada palabra con asco. Poco me importaba que fuera mi madre. Era una desgraciada.
Sentí a Vee apretar mi camisa con fuerza. Tenía que controlarme. Pero... ¡maldita sea, está llorando por ese imbécil!
—¡No me grites! ¡Estás enfermo! No puedes venir a mi casa y hacer esto —me gritó la rubia.
—¿Que no te grite? ¡La única enferma aquí eres tú! Alcohólica, drogadicta... ni siquiera trabajas para mantenerte. Los únicos que sostenemos este desastre somos Verenice y yo. Pero eso se acabó. Hoy es la última vez que nos ves —le grité, acercándome a ella con furia. Quería tomarla del cuello y estrellarla contra todo, pero jamás podría golpearla. Aun así, no le afectó en lo más mínimo. Sonreía, sin escrúpulos.
—Por mí está bien. Es lo que esperé durante años: quitarme de encima la carga de tener que verlos —señaló a Verenice con la mirada vacía, casi negra—. No eres más que una ilusa demasiado niña para notar cuando un hombre solo quiere tratarte bien. Es obvio que él solo quería divertirse.
Eso me quebró por dentro. Vee soltó un suspiro de sorpresa. La vaga y enterrada esperanza de que al menos se preocupara por su hija quedó hecha pedazos. Quise pensar que era como un animal. Pero ni los animales abandonan a sus crías.
Si esto me dolía así, ¿qué estaría sintiendo Vere?
Denisse, nuestra "madre", era la única persona que conocía incapaz de sentir. Incluso menos que yo. Yo jamás trataría así a un hijo. Nunca dejaría a mi hermana sola. Pero Denisse era un maldito demonio. Uno que destruyó una parte de nuestra vida.
Me acerqué más. Invadí su espacio. No sabía qué iba a hacer. Mi respiración se volvió pesada, mi mandíbula se tensó. Un viejo dolor se instaló en mi pecho. Sentía una repulsión enorme al saber que nos había arrebatado a las únicas dos personas que amé, además de Verenice. Estaba atrapado en un espiral que me vaciaba el alma. Todo en esa mujer era incorrecto. Inhumano. Maligno. Cada contacto con ella era hundirse en desesperación y desconsuelo.
Una mano me detuvo con fuerza, tirando de mi camisa hacia atrás. ¿Desde cuándo Vee tiene tanta fuerza?
—Vámonos —ordenó, sin mirarla. Solo salió de la cocina, cuya atmósfera se había vuelto asfixiante.
Me giré a verla. Su rostro rojo por la ira y la indignación me dejó sin palabras. Nunca había visto sus ojos tan lúgubres. Me sentí impotente. Ella podía ver todo lo que pasaba por mi mente y sentía el mismo dolor. No quería cargarla con esto otra vez. Asentí, tomé sus cosas y nos fuimos de ese lugar al que juré no volver jamás.
—¿Viste sus ojos? ¿Y cómo se deformaba su rostro? —me preguntó al llegar a donde estaba estacionada mi moto. Sus ojos, aún rojos, parecían confundidos. Asentí, sin querer profundizar en lo que habíamos presenciado.
—Sube —le ordené. Lo hizo sin decir una palabra. Luego subí yo y nos pusimos en marcha. Ella se aferró a mí para no caerse.
Después de un corto trayecto llegamos a la casa de Matías. Era el único en quien confiaba para una situación como esta. Además, su hermana —también la mejor amiga de Vee— podía ayudarla con su ropa.
Vee bajó sin mirarme, y esperó a que estacionara para acercarse a la puerta. Ella, que siempre corría como si fuera el fin del mundo. Su figura se veía más pequeña, desgastada y rota. Algo dentro de mí dolía. Quería volver el tiempo atrás y evitarle lo que acababa de pasar… y otras cosas más. Pero el tiempo no estaba en mis manos.