No Soy De AquÍ

6

Cuando Verenice se puso la mochila al hombro y me besó la frente con suavidad, la casa volvió a sentirse extrañamente vacía. Me quedé en la cocina un rato más, dándole vueltas al café frío entre las manos, sin tomarlo. Ella necesitaba eso: volver a la rutina. Mantener un atisbo de normalidad. Tal vez yo también lo necesitaba. Pero el silencio no me daba tregua.

Fueron apenas unos segundos después de que se cerró la puerta cuando lo sentí. Como si la temperatura del aire descendiera. Como si una grieta invisible se abriera en alguna parte del cuarto. No hubo sonidos. Solo un aroma extraño: tierra húmeda, ceniza y algo más... casi como cuando uno está a punto de recordar un sueño y se le escurre entre los dedos.

—¿Ya te arrepentiste? —pregunté sin voltear. Mi voz salió más firme de lo que sentía.

—No soy ella —dijo una voz que ya conocía, y que aun así logró helarme la columna.

Giré despacio. Pagan estaba de pie junto al ventanal de la sala, con el cabello alborotado cayendo como una sombra sobre sus mejillas. Llevaba una camisa negra que no era suya, o al menos no parecía pertenecerle, y unos pantalones negros que se ajustaban a su figura, demasiado humana. No supe cómo había entrado. No me gustó darme cuenta de que no me importaba.

—¿Qué mierda quieres ahora?

—¿Siempre eres tan cortante con las mujeres que salvan tu vida?

—No te pedí que lo hicieras —espeté, y avancé un paso hacia ella—. No te pedí nada, de hecho. Ni que aparecieras en esa casa. Ni que me siguieras. Ni que invadieras mi cabeza.

Ella ladeó la cabeza con una sonrisa cargada de algo más peligroso que ternura.

—¿Y si no puedo evitarlo?

—Entonces eres un problema.

Quería apartarla, compartir el mismo espacio con ella me quitaba el aire y me dolía. Como si algo en mí se removiera. Y a la vez la quería cerca, necesitaba explicaciones y su voz tranquilizadora. Y no entendía el por qué.

—Eres mío, Lucas.

Me frené. No por sus palabras, sino por cómo las dijo. Como si no estuviera jugando. Como si el peso de su voz se arrastrara desde algo que no podía ver, algo viejo, roto y todavía sangrante.

—¿Qué te trajo de vuelta? —pregunté al fin, sin poder sostenerle la mirada más de un segundo.

—Porque anoche sentiste que te hundías —dijo, acercándose sin permiso. Cada paso suyo tenía un ritmo lento, casi hipnótico—. Porque tus pensamientos se volvieron ruidosos. Porque no podías dormir sin gritar en sueños. Porque no sabes dónde estás, ni quién eres, ni qué mierda te está pasando. Vine porque gritaste, aunque no usaras la voz.

Me quedé inmóvil.

—¿Estás espiándome?

—No —dijo, y se detuvo a un palmo de mi pecho—. Estoy atada a ti.

Su aliento tenía ese olor extraño a humo viejo. Y aunque su rostro no mostraba cicatrices, algo en su forma de parpadear hablaba de heridas que no se curaban. Que sangraban. Puse una mano entre los dos, queriendo poner distancia.

Ella no debía importarme. No la conocía. No conocía la locura en la que me estaba sumergiendo, y sus acertijos eran lo último que tenía ganas de escuchar.

—Esto no es real.

—Claro que lo es —susurró, y deslizó los dedos por la tela de mi remera, como si pudiera leer mi historia entre las costuras—. No soy una alucinación. No soy un delirio. Y tampoco soy tu salvación.

—Entonces, ¿qué eres?

Ella alzó la vista. Sus ojos eran demasiado humanos para ser celestiales, y demasiado antiguos para ser humanos.

— Soy el precio que otros no pagaron, lo que quedó después. Soy la grieta por donde vas a escapar… o por donde te vas a perder.

Hubo un silencio donde todo pareció doler al mismo tiempo.
Tomé su mano, la que estaba sobre mi pecho y la apreté contra mí. Inconsciente, casi por inercia. Como si el movimiento fuera natural, familiar entre nosotros aunque de eso no había nada.

— ¿Y por qué estás aquí, Pagan?

— Porque olvidaste de algo importante —susurró.

Su aliento era como respirar hielo derretido. Agua que alguna vez estuvo viva. Y su tacto se sentía igual. Dolorosamente familiar pero al mismo tiempo irreconocible.

—¿Qué fue lo que me olvidé?

— A mí.

Esa frase me perforó el pecho. No porque creyera en ella. Sino porque algo en mi cuerpo, en mi memoria que se rompía y armaba con recuerdos que no eran míos, pareció estremecerse ante esas palabras. Como si un eco muy lejano intentara hacerse oír.

—Estás jugando conmigo —espeté, endureciendo la mandíbula. Y la alejé de mí. Puse la distancia suficiente como para que todo lo que ella representaba dejara de abrumarme los sentidos. Mi piel quemaba bajo la ropa donde antes apenas se había apoyado su mano. Lo noté, y supe en su mirada que ella también lo había notado. —Debes irte —le dije, sin fuerza.

—¿Quieres que me vaya?

—No. Pero necesito que te vayas.

Ella sonrió, triste. Dio un paso atrás. Pero antes de desaparecer, antes de desvanecerse como una exhalación en invierno, dejó sobre la mesa algo pequeño: una pieza de mármol blanco, tallada como una ficha de ajedrez antigua. Un alfil sin cruz.




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