El aire estaba enrarecido desde que volvimos del supermercado. No dijimos mucho. Vee se encargaba de guardar las cosas en los estantes, mientras yo doblaba las bolsas y las metía en un cajón. No hubo música ni charla liviana. Solo el crujir de los envases, el zumbido del refrigerador y el golpeteo lejano de la lluvia contra la ventana. Como si incluso el clima se hubiera completado. El silencio no era incómodo. Era denso, necesario, como si ambos supiéramos que cualquier palabra podría desatar algo que no sabíamos cómo volver a guardar.
Cada tanto, alzaba la vista hacia ella. Sus movimientos eran metódicos, controlados, pero notaba los temblores mínimos en sus dedos cuando abría los paquetes. No le pregunté si estaba bien. Sabía la respuesta. Tampoco ella me preguntó a mí. Compartíamos el mismo estado: alerta, confundidos, esperando una explicación que no llegaba.
Cuando terminé de acomodar todo, me senté en el borde del sofá con la espalda arqueada y las palmas frotándose. Esperé. Verenice había tomado un café y se encerró en su dormitorio. Y yo seguía igual. A la espera. No sabía qué, pero esperé. Esperé a Pagan. A que el sonido seco de sus botas rompiera la calma. Pero no vino. Esa noche no.
Era martes.
Me desperté agitado después de haber dormido poco y mal. Algo me latía en el pecho con insistencia, como una advertencia silenciosa. Vee ya se había ido. La taza que usaba siempre estaba en la mesada, con restos de café frío. Dejé correr el agua en la ducha más tiempo del necesario y aún así no sentí que me limpiara del todo aquella incomodidad.
Mi primer paciente del día era una mujer de unos cincuenta, con una energía tan densa que al segundo de sentarme frente a ella sentí una punzada detrás de los ojos. Me hablaba de su hijo con autismo, de su divorcio, de lo injusta que era la vida. Todo mientras culpaba a su esposo, al diablo y a Dios de su mal estado de salud. Su discurso era una espiral sin fin. Yo asentía, tomaba notas, y al mismo tiempo sentía que algo se me drenaba por los poros.
Para el mediodía, tuve que encerrarme en un consultorio vacío, apagar las luces y quedarme diez minutos en silencio absoluto. El aire me costaba. Las voces que normalmente filtraba con facilidad ahora me atravesaban como cuchillas. Algo no estaba bien. No en mí, no en el mundo.
...
El miércoles no fue distinto.
Vee volvió de la universidad con ojeras marcadas. Decía que era por sus exámenes Pero ambos sabíamos que ella no descansaba bien. Que las voces la perseguían incluso en las noches. Dejamos la cena haciéndose y nos encontramos en la cocina. Apoyé los codos en la mesada y ella se sentó sobre el mármol, como hacía siempre.
—¿Piensas hablar con Pagan? —me preguntó, sin mirarme.
No le respondí enseguida. Jugueteaba con la cuchara de madera entre mis dedos.
—Si aparece, sí. Pero... —Suspiré—. No aparece. No desde el otro día. Es como si se hubiera desvanecido.
— Sería lo ideal, ¿no crees? — meditó un segundo sus palabras antes de continuar —me refiero a que... podríamos pensar que solo fue una persona demente y caímos en la histeria colectiva. Eso sería lo ideal, no importa cuan estúpidos nos viéramos.
Sonreí, pero algo ardió en mi pecho al imaginar que Pagan no era real.
— ¿Y cómo explicamos todo lo demás?
— No lo sé... ¿No crees que llegó muy de prisa para desaparecerse así?
— Sí. Yo también lo pienso.
Vee bajó la mirada. Sabía que eso no era normal. Pagan era errática, sí, pero no desaparecería así. Algo se estaba gestando y nos estaba dejando afuera.
Jueves.
La semana no mejoró. Me sentía agotado y al borde de algo. A veces, en el metro, veía siluetas entre la gente. O sentía voces en idiomas que no entendía. Mis pacientes me miraban demasiado tiempo a los ojos. Como si vieran algo en mí que ni yo comprendía. Me tomaba pausas constantes. Tenía que tocar objetos fríos para anclarme. Hasta la voz de Vee sonaba distinta, más baja, más contenida.
Por la noche, Matías llegó con un par de cervezas y la excusa de ver un partido. Vee y Jess se encerraron en su cuarto con una bolsa de papas y una serie que no me interesaba. Matías se sentó en el piso, frente a la tele, y me lanzó una cerveza sin decir nada.
—¿Todo bien? —me preguntó, sin mirarme.
—Más o menos.
—Se nota. Tienes cara de muerto.
—Gracias.
—¿No vas a contarme nada de lo que pasó ese día?
—No hay mucho que contar.
Matías se giró, me estudió con la mirada. Sentí su juicio, pero también su preocupación real.
—¿Confías en mí, Lucas?
No supe qué responderle. Tragué el último sorbo y dejé la botella vacía en la mesa.
—No es eso. Es que no sé en quién confiar ahora mismo.
—Yo sí sé en quién confío —dijo. Hizo una pausa larga—. En ti. En Vee. Y sé que no ha pasado nada entre nosotros, todavía. Pero hay algo. Algo que se mueve cuando nos miramos. No te lo digo para molestarte. Te lo digo porque prefiero que lo escuches de mí.
Me quedé en silencio.
—No estoy pidiéndote permiso —añadió, casi en un susurro—. Solo te estoy avisando.
No podía enojarme. No tenía energía. Y, además, entendía lo que decía. Vee brillaba en una frecuencia que arrastraba a otros. A veces incluso a mí me dolía mirarla. Pero eran adultos y aunque una parte de mí se sintiera traicionada no tenía derecho a opomerme.
—No tengo cabeza para eso ahora, Matías —le dije con voz ronca—. Estoy tratando de no perderme en mí mismo.
...
Esa noche dormí tarde. Cuando por fin me rendí al sueño, me hundí en un paisaje que no reconocía.
...
Oscuridad. Bruma azul. Columnas de mármol flotando en un cielo estrellado que no era cielo. El sonido de pasos sobre piedra mojada. Yo caminaba descalzo, sintiendo que eso no era un sueño. Era una memoria. Pero no mía. No de esta vida.
Vi mi reflejo en el agua negra de un estanque sin fondo. No era yo. O sí, pero diferente. Más alto. Más claro. Con una mirada que conocía la muerte de mundos. Con una capa gris y símbolos que no entendía escritos en la tela.