Cuando revisé y vi que mi hermana dormía pude respirar un poco más tranquilo. Cerré la puerta de su habitación suavemente, sin querer perturbar su descanso.
Apenas era de madrugada, pasadas las doce de la noche. Asi que fui a la cocina por algo para beber. Por un momento una brisa me hizo pensar que Pagan había vuelto, pero no había rastro de ella cuando observaba los rincones. Una parte de mí deseaba que la idea de Vee sobre la histeria colectiva fuera cierta. Y otra parte quemaba por verla de nuevo. No por su belleza, sino por algo más profundo que no podía identificar.
Los sueños raros se habían hecho recurrentes. Sin embargo eran cada vez más extenso, más vívidos y al despertar estaba exhausto por no dormir bien. Me sentía agobiado por todo lo que pasaba y no tenía explicación.
Así que al salir de la cocina volví a la habitación e intenté dormir nuevamente.
Al principio,; supe que estaba soñando.
Era la manera en la que el aire se movía, espeso y caliente como alquitrán. La manera en que el cielo se desplomaba sobre él en un atardecer infinito, distinto a cualquiera que hubiese visto antes. Como si el universo me estuviera regalando una visión. Las formas no tenían lógica. Las reglas, si alguna vez existieron, habían quedado en el olvido en este lugar.
Y sin embargo, no podía despertarme.
Estaba de pie sobre una tierra cuarteada, un suelo negro con grietas anaranjadas que palpitaban como venas abiertas. A lo lejos, árboles retorcidos, secos, arañaban el cielo como si quisieran detener la caída de algo inminente. Y flotando sobre mí cabeza, bloques de piedra colosales levitaban en silencio, cargados de runas que parecían susurrar mí nombre sin boca ni voz. Pero mi nombre no era ese nombre, aunque no lo entendiera.
Di un paso. El eco fue hueco, interminable.
"No está pasando. No es real", me dije a mí mismo y mi se deshizo en el aire como humo.
Mis pies estaban mojados. Había un río, fino y negro como tinta, que cruzaba el paisaje desde el horizonte. Surgía entre las grietas y se bifurcaba hacia los bordes del sueño. Me incliné y el reflejo no era el mío. Era el de un niño.
El niño tenía mi cara, pero estaba manchado de barro y sangre seca. Tenía los ojos desorbitados, casi en blanco. Gritaba sin emitir sonido. Retrocedí y el río se agitó, como si algo dentro se hubiera molestado.
El cielo cayó un poco más.
El aire se endureció. Una vibración lo atravesó de pies a cabeza, como un zumbido interno, y algo se quebró debajo de mí. El suelo tembló. De las grietas surgieron hilos de humo gris que se enroscaba en mis tobillos. Intenté soltarme, pero ya no podía moverse con facilidad.
Los árboles comenzaron a arder. Llamas negras treparon por sus ramas, pero no los consumieron. Solo los hicieron brillar con un resplandor triste y lejano. Como si fueran faroles en un velorio de otro mundo.
Escuché algo que no quería oír: el murmullo de una voz que había olvidado. Una palabra, una sola:
—Ayuda.
No sabía si provenía del cielo o de mi cabeza, pero el sonido era claro y venenoso.
No podía ayudarla. Nunca había podido.
Cerré los ojos. Cuando los abrí, el paisaje había cambiado.
Estaba en un corredor de piedra, como una cripta interminable. Las paredes lloraban lodo, y de las lágrimas nacían gusanos blancos con ojos diminutos que lo observaban en silencio. Cada paso que daba me alejaba del río, pero el suelo seguía temblando.
Avanzaba, aunque no sabía hacia dónde. No había puertas. No había salida. Solo un eco interminable de mi respiración y las runas que flotaban a mi alrededor, cambiando de forma como si leyeran mis pensamientos.
«Este lugar existe dentro de ti», decía una.
«Es donde naciste», decía otra.
«Y donde vas a volver».
¡No!
Corrí. Sintiendo que, si no lo hacía, el sueño se cerraría conmigo en él como una trampa de metal oxidado. El aire era denso, y cada zancada me hundía más en un lodo invisible. Pero corrí.
Hasta que vi la figura.
Al final del corredor, una silueta. Alta. Inmóvil. De espaldas. Parecía humana, pero irradiaba algo distinto, como una distorsión en el tiempo. Me se detuve. La figura giró lentamente.
Y era yo. Pero viejo. Demacrado. Con ojos huecos y piel hecha polvo.
—Siempre volvemos aquí —dijo la figura—. Pero debe terminar este ciclo. Esta es la última vez.
Quise hablar, pero tenía la boca sellada. El otro yo dio un paso. Cada paso que daba, el mundo temblaba. Las paredes lloraban más fuerte. Las runas se incendiaban en el aire.
—No podemos escapar de lo que somos—susurró la figura, y alargó una mano.
Retrocedí. Cerré los ojos.
Y al abrirlos, volvía a estar en el paisaje del principio.
Los árboles, los bloques flotantes, el río.
Pero esta vez, algo había cambiado. El cielo ya no era un atardecer perfecto. Era rojo, como si sangrara cada parte. Las grietas del suelo se habían ensanchado, y dentro de ellas había ojos. Miles de ojos.