El campus parecía colapsar sobre sí mismo. No había ruido, no había voces, no había movimiento, y sin embargo, el aire era denso como humo sin fuego. Cada respiración me dolía. Cada silencio entre palabra y palabra se estiraba como un cuchillo invisible rozando la piel. Me encontraba de pie, pero tenía la impresión de estar al borde de una caída. No había un precipicio físico, claro, pero lo que tenía delante era igual de profundo.
Elarion.
Estaba ahí, apenas unos pasos más allá, como si la gravedad no lo tocara igual que al resto de nosotros. Alto, imposible de ignorar, con esa expresión tan carente de todo que me exasperaba sin siquiera decir nada. Era imposible no mirar su silueta, incluso cuando uno intentaba apartar la vista. Había algo en él que gritaba “no humano”, como si los bordes de su figura fueran más nítidos que el mundo que lo rodeaba. Aun cuando mostraba sus alas, aun cuando no hacía nada más que estar, se sentía como una fractura en la lógica.
Y lo peor de todo es que lo conocía.
No en el sentido convencional. No en el sentido presente. Lo conocía de antes. De mucho antes.
Sentí cómo la sangre me descendía del rostro en un sacudón brusco de conciencia. Como un recuerdo anclado en otra vida, en otro nombre.
No era una imagen. Era un saber interno. Un golpe certero en la base del alma. Esa parte de mí que sentía adormecida comenzaba a desperezarse.
—Te conozco —dije, con la voz más baja que el miedo.
Nadie se movió. Solo Elarion levantó levemente el mentón, como si evaluara si valía la pena siquiera prestarme atención.
—¿Ah, sí? —respondió. Su tono no tenía malicia, pero tampoco interés. Era como si le hablara del clima.
Ese "ah, sí" fue peor que un golpe.
Me quedé en silencio un segundo, y sentí cómo mi garganta comenzaba a apretarse. Era ridículo el torbellino de sensaciones incómodas que se apilaban debajo de mi piel. Como si hubiese otro cuerpo queriendo salir e incomodarse por sí mismo.
—Antes… No ahora. No de este tiempo. —Mi pecho se expandía en un intento torpe de contener algo que no sabía si era memoria o delirio—. Tú y yo… éramos algo así como…
—Amigos —interrumpió con sequedad.
Me sorprendió. Por un segundo, creí que lo recordaba también. Pero entonces vi su mirada.
Era fría. Vacía de todo lo que yo estaba sintiendo.
— Rivales —corrigió él, luego de una pausa apenas perceptible—. Con propósitos cruzados.
Me quedé helado.
La forma en que lo dijo no sonaba a evocación ni a añoranza. Era un dato. Una observación mecánica.
Una disección de algo muerto.
— ¿Lo recuerdas? —pregunté, esperando… no sé qué exactamente. Una señal. Una fisura. Un gesto.
—Recuerdo al verdadero él —contestó—. Pero no veo a esa persona frente a mí.
El dolor fue instantáneo. Una punzada aguda entre las costillas.
No me estaba insultando. Me estaba negando.
Pude sentir cómo Pagan giraba levemente la cabeza hacia nosotros, atenta, en tensión. No dijo nada, pero la incomodidad de su silencio se sumaba al peso del momento.
Vee también nos miraba, aunque no directamente. De reojo, con esa forma suya de intentar desaparecer en medio del caos. O de la incomodidad. Y Elarion… ese hijo de la luz, ese pedazo vivo de misterio, seguía ahí, de pie, imperturbable.
—¿Qué se supone que significa eso? —le espeté, y mi voz se endureció apenas. No de debilidad, sino de rabia contenida.
Él se limitó a encogerse de hombros.
—Significa que no eres quien crees ser. Ni siquiera estás despierto del todo. Hablas con una voz prestada, usas recuerdos fragmentados como si fueran tuyos.
—¿Y tú qué sabes de mí? —di un paso al frente. Lo sentí retroceder un milímetro, apenas. Pero lo sentí.
Era por esa energía que recorría mi cuerpo, podía sentirla correr por mis venas, rebotar en cada espacio de mí buscando salida.
—Todo —respondió. Sencillo. Letal.
Las paredes del lugar parecieron vibrar. No literalmente, ni físicamente. Era como si algo entre los muros se tensara, como si el aire mismo tomara partido en la conversación.
—Fuiste mi hermano —dije, bajando la voz. Ya no era ira. Era desolación.
—No. —Negó, como quien descarta una mentira absurda—. El que fue tu hermano ya no está. Tú no eres él.
—Soy lo que queda de él. De mí.
—Entonces no eres suficiente.
Esa frase me atravesó.
Me di cuenta en ese momento de que lo que me dolía no era que él no me reconociera.
Era que yo sí lo reconocía. Que recordaba el modo en que me empujaba a ser mejor, cómo nos medíamos en cada discusión, cómo nos salvamos mutuamente más veces de las que podía contar. Recuerdo el color de su poder. Recuerdo la forma en que se reía solo cuando sabía que yo entendía el chiste. Recuerdo una batalla sin nombre y una promesa hecha antes de morir.
Y para él… todo eso era polvo.
Pero era cierto, todo eran recuerdos robados de alguien que no sabía si era yo realmente o era algún demonio poseyendo mi alma. La rabia me subió como un grito mudo en la garganta.
—¿Entonces qué haces aquí? —le pregunté—. ¿Para qué viniste si no crees en quien soy?
Elarion me miró por fin como se mira a un igual.
No con empatía, no con calidez. Con peso. Con juicio.