Entonces bajé de mi habitación, el crujir de las escaleras resonando en la quietud de la casa. Aún no había llegado. Entre sueños había oído cómo la puerta se cerraba detrás de ella horas antes, y el eco de sus pasos se había perdido en la fría noche. Después de la visita del Rey, Corin y el General Torr, todo parecía más confuso, como si las respuestas que buscábamos estuvieran enterradas bajo capas de secretos. Ella tenía muchas preguntas; yo solo una: Verónica. Ese nombre no me abandonaba, su sombra colgaba sobre mi mente como una amenaza silenciosa.
El aire dentro de la casa era denso, cargado con el olor a madera húmeda y cera derretida. Acomodé la cama con movimientos mecánicos y me vestí lentamente, sintiendo cada prenda como un peso extra. Fuera, la nieve caía con furia, acumulándose en un silencio implacable. El cielo, gris y pesado, presagiaba calamidades, y dentro de mí se agitaba un presentimiento que no podía ignorar. Era de esos que se aferraban al pecho como un puño invisible, opresivo e inevitable. Algo iba a ir mal; lo sabía con la certeza cruel de una corazonada.
Mi madre no regresaba. El tiempo avanzaba despacio, y ese retraso, tan inusual en ella, comenzaba a llenar mi mente de imágenes inquietantes. Traté de calmar mi nerviosismo limpiando la casa, cada movimiento cargado de una energía frenética. Pero incluso cuando terminé, la opresión seguía ahí, más intensa, como si la casa misma se cerrara sobre mí. El silencio se volvía insoportable, como si los muros observaran mis dudas y temores.
Tomé mi abrigo más cálido, decidido a salir en su búsqueda, cuando el frío metal del pomo de la puerta me detuvo. Antes de que pudiera abrir, la puerta giró lentamente, y ella entró.
—¡Mamá! —exclamé, incapaz de ocultar mi sorpresa.
La imagen de mi madre en ese momento quedó grabada en mi mente como una herida. Su rostro estaba pálido, con profundas ojeras que delataban noches sin dormir. Sus ojos, usualmente cálidos y llenos de vida, eran dos abismos vidriosos, como si estuvieran cargados de lágrimas que no se atrevían a caer. Permanecía ahí, en el umbral, inmóvil, mirándome como si intentara encontrar las palabras correctas para una verdad que no sabía cómo compartir.
La tomé del brazo, sus dedos helados como si hubieran absorbido todo el frío del exterior. La llevé al interior, casi obligándola a sentarse en el viejo sillón junto al fuego. No dijo nada, solo se dejó caer pesadamente, aún mirándome con esa expresión perdida. Rápidamente fui a la cocina, mis manos temblando mientras calentaba agua para un té. El silbido del hervidor resonó como un grito en la quietud de la casa, pero no la sacó de su trance.
Cuando el té estuvo listo, se lo llevé. Sus manos temblaban ligeramente al tomar la taza, sus dedos aún fríos a pesar del calor del fuego. Me senté a su lado, incapaz de ignorar el nudo de miedo que crecía en mi pecho. Jamás la había visto así, y esa vulnerabilidad que ahora mostraba me aterrorizaba.
—Mamá, ¿estás bien? —pregunté, tomando sus manos entre las mías, buscando en su mirada alguna señal de la mujer fuerte que siempre había conocido. Pero en esos ojos solo vi tormento.
Ella apartó la mirada y dejó la taza sobre la pequeña mesa junto al sillón. Sus labios se movieron, pero no emitieron sonido al principio. Luego, su voz, rota y cargada de un peso que parecía demasiado para ella, rompió el silencio.
—Hijo... —dijo con un susurro que parecía desgarrarla por dentro. Tomó una pausa, como si cada palabra fuera un esfuerzo titánico—. Dec, tienes que irte. Tienes que huir de Montelado.
Sentí que el suelo se desvanecía bajo mis pies. Sus palabras resonaron en mi mente, dejando un eco de incredulidad y temor. ¿Por qué? ¿Qué había sucedido para que ella, siempre tan firme, me pidiera algo así? Su rostro reflejaba una lucha interna, una mezcla de culpa y desesperación que me perforó el alma.
“¿Escapar?” Solo pude repetir, mi voz apenas un murmullo que parecía perderse en el aire pesado de la habitación. La palabra se sentía ajena en mis labios, como si alguien más la hubiese pronunciado. Mi madre, la mujer fuerte y decidida que había conocido toda mi vida, estaba sentada frente a mí, su semblante quebrado, y el contraste con la imagen que siempre proyectaba era casi insoportable.
“Deczi...” Su tono era suave, pero había algo forzado en él, como si intentara mantener una calma que no sentía. “Sé que no entiendes por qué te digo esto, pero créeme, tenemos que buscar la forma de que escapes.” Cada palabra llevaba un peso enorme, como si le doliera pronunciarlas.
Escapar. De nuevo esa palabra resonaba en mi mente, incomprensible, absurda, y aun así, mi corazón empezó a latir con más fuerza, como si mi cuerpo entendiera algo que mi mente no podía procesar.
“¿Pero por qué?” Mi voz tembló, y el miedo que había estado contenido comenzó a filtrarse en mis palabras. “¿Qué te enteraste? Mamá, por favor, dime qué está pasando. ¡No entiendo nada de lo que dices!” Mi desesperación iba en aumento, las palabras atropelladas, casi sin sentido, pero llenas de una necesidad urgente de respuestas.
Ella tomó aire profundamente, como si el acto de respirar fuera un esfuerzo monumental. Sus manos, que aún sostenían la taza de té, temblaron ligeramente antes de colocarla en la mesa. Luego, con un movimiento lento, tomó las mías, envolviéndolas con sus dedos helados. Su tacto, normalmente cálido y reconfortante, se sentía frágil y frío, como si algo esencial en ella se estuviera desmoronando.
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fantasia, fantasia oscura, isekai o reencarnación en otro mundo
Editado: 31.12.2024