No soy el Protagonista ¿o si?

CAPITULO 21: LILITH

El Gran Archivo del Guionista.

Un nombre imponente, casi poético, pero que apenas alcanzaba a describir la magnitud de aquel lugar que los dioses consideraban sagrado. No tenía techo ni suelo. No existían paredes, ni columnas, ni horizonte. Solo un vacío sin fin que se extendía hacia todas las direcciones, como si la existencia se hubiera detenido justo en el borde de un pensamiento.

Miles de fuentes flotaban en el espacio como constelaciones líquidas, cada una brotando desde un pedestal de cristal pulido. Algunas eran majestuosas, y su agua pura caía como seda luminosa en cascadas perfectas. Estas brillaban con fuerza, como soles de imaginación viva. Otras, en cambio, se hundían en la penumbra, cubiertas de musgo y sombra, sus aguas opacas, verdes, pestilentes.

Cada fuente era un mundo. Una historia. Un intento.

Y cada una era observada —o abandonada— por un dios.

Los pedestales deteriorados pertenecían a quienes habían fracasado. Seres divinos que, tras perder el control de sus creaciones, fueron despojados de su inmortalidad y arrojados dentro de sus propias historias, ahora mortales entre los mortales. Algunos ni siquiera recordaban haber sido algo más.

En el centro de todo ese caos ordenado, donde solo los dioses más antiguos podían permanecer, Lilith se encontraba de pie, firme, espléndida y temible.

Su cuerpo, escultural como la perfección hecha de materia celestial, desbordaba una sensualidad tan poderosa que parecía emitir calor. Pero no era placer lo que vibraba en el aire, sino furia.

Ella mantenía sus brazos cruzados sobre sus pechos, como conteniéndose a sí misma, aunque la postura acentuaba la forma de su figura con una provocación imposible de ignorar. No era un descuido. Lilith sabía lo que mostraba. Incluso en su enojo, jamás perdía el control de su presencia.

Sus ojos carmesí ardían como brasas vivas. Una mirada capaz de hacer temblar galaxias.

Ante ella, la fuente de su creación más preciada: *Lilithia*.

Las letras doradas del pedestal aún brillaban con poder, pero el agua... el agua ya no era la misma. A primera vista, parecía limpia. Pura. Pero en lo profundo, un velo oscuro comenzaba a formarse. Sutil. Insidioso. Como una infección silenciosa.

—No... no puede ser... —murmuró la diosa, su voz rasgada, extrañamente humana, cargada de una furia contenida que no sabía cómo liberar—. Todo era perfecto. Cada línea, cada decisión...

El cristal bajo sus pies vibró, apenas perceptible, como si el mismo Archivo temiera su rabia.

—*Todo* estaba medido. ¿Cómo se atreve ese mortal a... a improvisar?

Su ceño se frunció con una mezcla de desprecio y desconcierto. Era una diosa, y sin embargo, una pieza de carne y hueso, un humano de nombre Deczi, había comenzado a alterar el flujo de la historia que ella misma había escrito con sus propias manos divinas.

—¡Ese gusano insolente! —espetó, alzando la voz, un eco que pareció hacer temblar las fuentes cercanas—. ¿Quién se cree que es? ¡No tiene derecho a cambiar su destino! ¡Él no debía...!

El sonido seco de su brazo golpeando el pedestal rompió el silencio. El cristal no se quebró, pero el golpe dejó una vibración persistente, como un lamento que se negaba a desaparecer.

—¿Qué estás haciendo, Deczi? —gruñó en voz baja—. ¿Por qué eliges ese camino? ¡No estabas diseñado para eso!

La cabellera de Lilith, tan roja como el fuego líquido, se agitaba alrededor de su rostro como si tuviera voluntad propia. Cada hebra parecía responder a la tormenta emocional que la desgarraba por dentro. Era un espectáculo tan hermoso como peligroso.

—El Guionista... —dijo en voz más baja, casi como si temiera nombrarlo—. Padre no perdona errores. No los míos.

El silencio volvió a llenar el espacio. Pero no era un silencio tranquilo. Era un silencio denso. Duro. Uno que pesaba sobre los hombros y se colaba por los poros.

—No voy a dejar que esto se hunda —sentenció, apretando los dientes, sus brazos aún firmes sobre su pecho como si se estuviera sujetando para no caer—. Si tengo que destruirlo y reescribirlo desde cero, lo haré.

Sus ojos se clavaron de nuevo en la fuente. El moho seguía ahí. Lento. Silencioso. Como un susurro de traición.

—Deczi... —dijo su nombre una vez más, con un tono tan bajo que pareció mezclarse con el agua misma—. Te di un destino brillante, y decidiste escupirlo.

Su voz, esta vez, no sonó furiosa. Sonó herida.

Y eso era peor.

Fue entonces, en ese instante donde la furia de Lilith amenazaba con volverse materia, que el aire se quebró.

Una grieta silenciosa atravesó la realidad como una cuchilla invisible, rasgando el vacío sin forma del Gran Archivo. No hubo explosión ni sonido alguno. Solo un susurro, como si el universo estuviera exhalando con resignación. Y de esa abertura emergieron dos figuras que desafiaban toda lógica divina.

Primero apareció ella.

Eva.

Era como un reflejo distorsionado de Lilith, no por su rostro —idéntico hasta el último detalle—, sino por el contraste radical de sus cuerpos. Donde Lilith era curvas y fuego, Eva era sutil y brisa. Su figura delgada parecía flotar, y su pecho apenas una promesa, pero no necesitaba más. Su belleza no exigía atención, la atraía con suavidad, como el murmullo de un arroyo que uno se detiene a escuchar sin saber por qué.




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