Era un veinticuatro de Diciembre y tenía entonces cuatro años, estaba ayudando a preparar los adornos que colocarían en el salón del orfanato, la enorme estancia del edificio de la parte Este, donde vivían los más pequeños, niños de meses hasta los seis años.
Reinaba una gran algarabía, los pequeños y mayores iban de un lado para otro cantando villancicos o jugando alegremente. Habían encendido la chimenea y las llamas ofrecían a la estancia un aspecto cálido. Frente a ella, algunos niños sentados en corro picaban de manos acompañados por una joven novicia.
Jonathan acababa de entrar muy cargado, con los brazos cargados de hojas, musgo y piedrecitas que necesitarían para montar el pesebre. Al lado de la chimenea se alzaba un precioso árbol con las luces rojas y doradas y en lo alto la enorme estrella de Navidad.
—Muy bien, ahora ves a jugar con los otros niños, llevas todo el día de aquí para allá llevando cosas. Es hora de que descanses, nosotras nos encargaremos de lo que falte, ¿sabes? La madre Terese esta preparando una deliciosa cena de nochebuena.
El niño la miró muy serio, con aquellos ojos enormes y negros que lo hacían parecer mayor, al comprender y observar las cosas como ningún niño de su edad. Luego se dirigió directamente al enorme piano de cola que estaba en un rincón. Estiró la cabecita tratando de ver las grandes hojas que componían la partitura. Con sus pequeñas manitas trató de levantar la pesada tapa que protegía las teclas, pero una gran mano se aproximó y la abrió sin esfuerzo. El niño se sobresaltó y alzó la cara temeroso; era la hermana Peterson.
—¿Quieres tocar?— pero el niño se apartó bruscamente y se alejó corriendo de allí. La hermana lo llamó sonriendo y le hizo señas para que se acercara. No iba a regañarle, pero Jonathan la miró receloso desde una de las ventanas y se mantuvo allí inmóvil. Ésta se encogió de hombros y se marchó al oír como la llamaban sus compañeras.
Pero no habían pasado ni cinco minutos, cuando el pequeño volvía a acercarse al piano. La tapa se había quedado por descuido abierta y el niño pulsó una tecla con mano temblorosa, sobresaltándose al oír su grave sonido. Miró a su alrededor atemorizado por si lo habían oído.
La hermana Peterson volvió a acercarse y éste la miró tenso.
—¿A qué esperas? El piano no te va a morder.— éste curvó los labios en una leve sonrisa y miró de nuevo hacia la partitura. Le quería decir algo con su mudo idioma de miradas, el único que empleaba por ahora.
—Sí, eres un niño muy listo, la madre Constantine sabe tocar mirando ese papel, se llama partitura, ¿ves?— dijo pasando las hojas— hay muchos signos, pero tu eres demasiado pequeño, ¡ja! Ni yo podría enseñarte, pero si te gusta, cuando tengas siete u ocho años y todavía estas con nosotras, la madre Constantine te puede enseñar, lástima de instrumento, todavía nadie se había interesado en el...
Jonathan hizo ademán que quería sentarse en el banquito y la hermana lo ayudó, con cuidado de que no cayese.
—Está bien, no pasara nada si lo tocas un ratito hasta la hora de la cena, pero yo te vigilaré desde ahí, no quiero que rompas nada.— y se alejó para ayudar a las otras a poner la mesa.
La hermanas fueron a sus oraciones, quedándose las novicias a cargo de los niños. Éstos se habían cansado de jugar y pedían insistentemente que les pusieran la cena, algunos lloraban y pataleaban rebeldes.
Fuera nevaba copiosamente y daba al paisaje un aspecto como de cuento.
Cuando regresaron, una de ellas comentó:
—¿No oís? La madre Constantine debe haber salido de sus habitaciones, porque esta tocando de nuevo; hay que saber que la monja tenía ya una edad y se cansaba fácilmente, por lo que pasaba la mayoría del tiempo encerrada en sus aposentos.
Todas se acercaron al piano, sorprendiéndose de veras al ver que quien estaba sentado frente a él era el pequeño Jonathan, el cual pasaba sus agiles deditos de tecla en tecla con aspecto concentrado y tan absorto estaba que ni siquiera se dio cuenta que acaparaba la atención general. Alguna hermana fue corriendo a buscar a la madre Constantine para explicarle aquel prodigio.
—¡Valgame Dios!¡pero si es el pequeño!¿habéis visto? Yo cinco años, cinco largos años de solfeo y llega este chiquillo y lo aprende así, de golpe.
—¡Es un milagro!
Después de la primera sorpresa, algunas monjas charlaban un poco más separadas. Éste ya se había dado cuenta de que tenía publico y aunque quiso parar tímidamente, muchas lo animaron a continuar y éste, sin apartar los ojos de la partitura, siguió tocando.
—Sabía que el chiquillo era algo grande, pero ¿sabía algo de eso?— le preguntó la hermana Peterson a la anciana monja.
—Yo había advertido que Jonathan desde hace unos meses no paraba de observarme mientras yo ensayaba o estudiaba la partitura. Primero lo aparté pensando que me distraería, pero como veía que era tan grande su interés y que día a día crecía su curiosidad, al fin accedí que se quedara. Nunca le dí demasiada importancia a eso.
Y mientras hablaban y algunas comenzaban a sentar a los demás niños, que inquietos comenzaban a revolverse y a picar con los cubiertos en el plato, por todo el gran salón comedor se oían las melodiosas notas de piano.
Sin quererlo, Jonathan se había quedado dormido pensando en aquella cosas, recuerdos vagos de su niñez. Lo despertó la puerta y la voz de una de las enfermeras:
—Han venido tus padres, ¿pueden pasar?— Jonathan se levantó y se refrescó el rostro con agua.
—Sí, que pasen.
Los padres de Jonathan no podían disimular su inquietud, la madre trataba de mantenerse serena, aunque su triste sonrisa y mirada apagada lo decía todo. Apenas podía mirar directamente a su hijo y nada más ponerse el traje y pasar al interior de aquella habitación sellada se desmoronó y abrazó a su hijo sin poder controlar su llanto. Jonathan la abrazó visiblemente molesto, aunque la entendía perfectamente.