Amelia
La luz tenue que se filtraba por las amplias ventanas del despacho de Alessandra envolvía los muebles de diseño en una caricia suave, como si el sol mismo dudara en perturbar la sofisticación del lugar. El silencio reinaba con una elegancia casi palpable, roto únicamente por el rítmico y delicado tecleo de mi ordenador portátil, que resonaba como un susurro en la estancia. Estaba sentada en mi nueva oficina, un espacio moderno y meticulosamente decorado: paredes en tonos neutros —grises cálidos y beiges suaves—, cuadros de arte abstracto con pinceladas audaces en rojos y azules que colgaban con precisión geométrica, y una atmósfera que exudaba éxito, poder y control. Apenas habían pasado dos semanas desde que Alessandra me ofreció el puesto como su asistente personal, y aunque mi cuerpo ocupaba ya la silla ergonómica de cuero negro, mi mente aún flotaba en un estado de incredulidad, como si temiera que todo esto fuera un sueño del que despertaría de un momento a otro.
No llevaba gafas. Ese símbolo de mi “yo anterior” yacía roto, olvidado bajo la lluvia torrencial del día en que renuncié a Le Château Lumière y, con ello, a Max Roux. Las gafas, con sus cristales empañados por el llanto y la tormenta, eran un recordatorio de una Amelia que ya no existía. Ahora usaba lentillas, un cambio que me obligaba a parpadear más de lo habitual mientras mis ojos se adaptaban a la nueva claridad. La nitidez era liberadora, pero también desconcertante; sin el marco de las gafas, mi rostro parecía más expuesto, más vulnerable, pero también más decidido. Seguía siendo yo, con mis inseguridades y mis recuerdos, pero también empezaba a ser otra: una Amelia que caminaba con pasos más firmes, aunque aún titubeantes, hacia un futuro que apenas comenzaba a imaginar.
—Amelia, cielo, ¿puedes acercarte un momento? —La voz de Alessandra, suave pero con un matiz de autoridad natural, cortó mi concentración como una tijera de seda. Provenía de su despacho, cuya puerta entreabierta dejaba entrever un espacio aún más refinado que el mío, con un escritorio de caoba pulida y estanterías repletas de libros encuadernados en cuero.
Me levanté de inmediato, alisándome con cuidado la blusa de seda celeste que Alessandra me había regalado como un gesto de bienvenida. El tejido era tan suave que parecía deslizarse entre mis dedos, y su color, un azul pálido que recordaba el cielo al amanecer, me hacía sentir elegante pero no ostentosa. Mis pasos, aunque todavía tímidos, resonaban ligeramente sobre el suelo de madera pulida mientras cruzaba el umbral hacia su despacho. Mi corazón, que latía con una mezcla de nervios y determinación, se sentía más firme que nunca, como si cada latido marcara el ritmo de un nuevo comienzo.
La encontré sentada en su butaca de terciopelo blanco, una pieza que parecía más un trono que un simple asiento. Revisaba su agenda de cuero negro con una pluma estilográfica que destellaba bajo la luz. Llevaba un conjunto Chanel en tonos perla, con una chaqueta de corte impecable y una falda que caía con una elegancia effortless, como si la ropa estuviera hecha exclusivamente para ella. Su presencia era magnética, una mezcla de altivez y calidez que desarmaba a cualquiera. A su lado, apoyada contra una vitrina de cristal que albergaba botellas de vino francés y licores añejos, estaba Olivia, la secretaria de relaciones públicas. Olivia era la definición de impecable: uñas largas pintadas de un rojo sangre que contrastaba con su vestido negro ajustado, cabello castaño recogido en un moño alto que parecía desafiar la gravedad, y una sonrisa que, aunque perfecta, raramente alcanzaba la profundidad de sus ojos color avellana.
—Esta noche tenemos la cena benéfica del Grupo Bellucci —anunció Alessandra, sin levantar la vista de su agenda, mientras su pluma trazaba una línea precisa sobre el papel—. Se celebrará en el nuevo restaurante italiano, Giardino di Notte, un lugar que promete ser la joya de la corona en la escena culinaria de la ciudad. Quiero que ambas estén al tanto de sus responsabilidades para que todo salga impecable.
—¿Nosotras? —interrumpió Olivia de inmediato, inclinándose ligeramente hacia adelante. Su sonrisa intentaba proyectar dulzura, pero había un leve temblor en su voz, una nota de sorpresa que no logró disimular del todo—. ¿Vamos las dos al evento?
—No —respondió Alessandra, alzando la vista por fin. Una pequeña sonrisa divertida curvó sus labios, como si disfrutara de la dinámica que se desplegaba frente a ella—. Amelia me acompañará como mi asistente personal. Tú, Olivia, estarás a cargo de la oficina esta noche. Necesito que filtres las llamadas urgentes y te asegures de que todo aquí funcione sin problemas mientras nosotras cubrimos el evento.
La sonrisa de Olivia se desmoronó por una fracción de segundo, un parpadeo de decepción que solo alguien muy atento habría notado. Sus dedos, que jugaban con un colgante de plata en su cuello, se detuvieron brevemente. Yo lo vi. Siempre he sido buena captando los detalles que otros pasan por alto.
—Oh, claro… encantada de ayudar desde aquí —respondió finalmente, con un tono que intentaba ser ligero pero que cargaba un dejo de amargura. Cruzó las piernas con un movimiento brusco, el tacón de su zapato resonando contra el suelo como un pequeño desafío.
Alessandra giró su atención hacia mí, su mirada directa y penetrante, como si pudiera leer cada uno de mis pensamientos. Sus ojos, de un marrón profundo con destellos dorados, tenían una intensidad que hacía difícil apartar la vista.
—Amelia, te voy a dar una lista detallada con los puntos que quiero que observes en la gala —dijo, entregándome una carpeta de cuero negro con bordes dorados—. El servicio, la limpieza de los espacios, la puntualidad del personal, la calidad del menú, la presentación del local, el ambiente acústico, la distribución de las mesas… ya sabes, lo de siempre. Confío plenamente en tu juicio. Este informe será la base para una columna televisiva que lanzaré la próxima semana en Bocatto di Cardinale.
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Editado: 07.08.2025