No tan Nerd

Capítulo 2: Copas Rotos

Max

El uniforme me apretaba el cuello como una soga invisible, la camisa blanca, almidonada y rígida, rozándome la piel con cada movimiento. Lo que una vez fue un símbolo de autoridad —el impecable atuendo de director de Le Château Lumière— ahora no era más que un recordatorio de mi caída. La tela, aunque limpia, olía vagamente a detergente industrial y a las horas interminables de trabajo en el comedor. Ya no era Max Roux, el hombre que tomaba decisiones, que inspiraba respeto con solo entrar en una sala. Ahora era simplemente “el camarero Max”. Sin título. Sin prestigio. Sin Amelia.

Habían pasado exactamente treinta y dos días desde aquella reunión desastrosa, un momento grabado a fuego en mi memoria. La sala de juntas, con su mesa de caoba reluciente y los ventanales que dejaban entrar la luz fría de la mañana, había sido el escenario donde mi mundo implosionó. El falso informe, lleno de mentiras y datos manipulados, fue desenmascarado frente a todos: los socios, los inversionistas, los empleados. Las miradas de incredulidad, de decepción, de desprecio, se clavaron en mí como dagas. La vergüenza se había impreso en cada rostro alrededor de la mesa, pero ninguna más dolorosa que la de Amelia. Desde entonces, mi vida se redujo a esto: llevar bandejas, servir copas de vino tinto a clientes que apenas me miraban, y soportar los comentarios hirientes de mujeres que creían que podían tocarme el brazo con una sonrisa coqueta, como si yo, “el servicio”, fuera parte del menú.

—Mesa siete está pidiendo más agua —murmuró Leo a mi lado, dejando una bandeja cargada de copas vacías sobre la barra de madera pulida. Ni siquiera me miró. Su voz, antes familiar, ahora sonaba hueca, como un reloj viejo que detestas pero no puedes tirar.

Leo y yo ya no éramos lo que fuimos. Compañeros, sí, pero solo por la fuerza de la circunstancia. Colegas forzados por la desgracia de trabajar codo a codo en este restaurante que una vez dirigí. Amigos, nunca más. Sus palabras eran escasas, medidas, y cargadas de una frialdad que me recordaba constantemente lo que había perdido. No respondí. En cambio, lo fulminé con una mirada breve, cargada de resentimiento, antes de girarme hacia la mesa siete con la jarra de agua en la mano. Mis pies, atrapados en los zapatos negros reglamentarios, ardían tras más de cuatro horas de pie. La paciencia se me escapaba como arena entre los dedos.

Cuando me acerqué a la mesa, una mujer elegantemente vestida, con un vestido de satén color coral que reflejaba la luz de las lámparas de araña, levantó la vista con una sonrisa impaciente. Iba a servir el agua con cuidado, pero algo en mi cabeza chispeó, un reflejo traicionero. Un maldito recuerdo. La imagen de Amelia, con su carpeta en la mano, caminando hacia la puerta de la sala de juntas sin mirar atrás. Y entonces, mi mano tembló. La jarra se inclinó más de lo debido.

—¡Ahhh! —chilló la clienta cuando el agua fría salpicó su vestido, empapando la tela brillante y dejando un charco brillante en su regazo.

Los cubitos de hielo golpearon la mesa con un sonido seco y rodaron hasta caer en su bolso de diseño, que descansaba en la silla contigua. Su marido, un hombre robusto con un traje gris que parecía costar más que mi sueldo mensual, se levantó de golpe, empujando la silla con un crujido que resonó en el comedor.

—¡¿Está usted loco?! —gritó, su rostro enrojeciendo mientras señalaba la mancha en el vestido de su esposa.

—Disculpe… lo siento mucho —balbuceé, torpe, buscando servilletas en mi delantal como si fueran la solución a todos mis problemas. Los nervios trepaban por mi espalda como serpientes venenosas, enroscándose en mi pecho. Mis manos temblaban mientras intentaba limpiar el desastre, pero solo conseguía empeorarlo.

Desde la entrada del restaurante, la carcajada aguda de Anet cortó el aire como un cristal estallando. Estaba allí, apoyada contra el marco de la puerta, con su abrigo negro colgando despreocupadamente de un brazo y una copa de vino blanco en la mano.

—¡Ah, Max! De director a camarero y ahora a lanzador de cubitos. ¡Mejoras cada día! —dijo, su voz cargada de una diversión cruel, lo suficientemente alta como para que las mesas cercanas giraran a mirar.

Anet. Siempre Anet. Seguía tan venenosa como siempre, pero ahora sin el menor intento de disimularlo. Después de la caída del imperio, había abandonado Le Château Lumière “por voluntad propia”, según ella. Pero todos sabíamos que no era cierto. Ahora venía casi todas las noches, no a comer, sino a observar. A burlarse. A regodearse en la humillación de quienes una vez la hicieron sentirse pequeña. Sus ojos, de un verde afilado, brillaban con una mezcla de desprecio y satisfacción mientras me miraba desde la distancia, como un depredador que disfruta viendo a su presa retorcerse.

La miré por un instante, conteniendo la rabia que me quemaba la garganta. Quise gritarle, decirle que no tenía derecho a hablar, que no sabía nada de lo que había perdido. Pero no lo hice. En cambio, volví mi atención a la clienta, que seguía limpiándose el vestido con gestos frenéticos.

—¡No me toque! —espetó, empujando mi mano con la servilleta como si fuera un insecto—. ¡Llamen al gerente, ahora!

Leo, que había estado fingiendo revisar comandas a pocos metros, se acercó con pasos rápidos, su sonrisa de plástico perfectamente ensayada. Siempre había sido bueno para eso: aparentar control, incluso cuando todo se desmoronaba.

—Yo soy el gerente —dijo con una calma exasperante, inclinándose ligeramente hacia la clienta—. Le ofreceremos un postre de cortesía, señora, y nos aseguraremos de que su bolso esté completamente seco. Max se encargará personalmente de eso.

Me giré hacia él, la furia burbujeando en mi pecho. —¿Y tú le das ese tono a una clienta? —le dije, mi voz baja pero afilada, cada palabra cargada de desprecio.

Leo se acercó un paso más, inclinándose para que solo yo pudiera escucharlo. Sus ojos, oscuros y fríos, se clavaron en los míos.




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