No tan Nerd

Capítulo 3: Metamorfosis en Chanel

Amelia

La puerta del despacho de Alessandra parecía pesar el doble esta mañana, como si estuviera hecha de roble macizo en lugar de la madera pulida que realmente era. Mi mano dudó unos segundos antes de tocarla, los nudillos suspendidos en el aire mientras sentía el corazón hundirse hasta los talones. Las palabras que quería decir estaban claras en mi mente, ensayadas mil veces frente al espejo de mi pequeño apartamento: No puedo ir a esa gala. No estoy lista. No soy la persona adecuada. Pero mi voz, como siempre, temblaba cuando se trataba de hablar por mí misma, como si las palabras se enredaran en mi garganta, temerosas de salir al mundo.

—Pasa, Amelia —dijo Alessandra desde el interior, su voz clara y serena, sin siquiera levantar la vista de la pantalla de su móvil. Estaba sentada en su butaca de terciopelo blanco, con las piernas cruzadas en un gesto que parecía sacado de una editorial de moda, la falda de su vestido gris perla cayendo en pliegues perfectos.

—Hola… ¿tienes un minuto? —pregunté, entrando con pasos torpes, mis tacones resonando suavemente contra el suelo de madera pulida. Me sentía como una intrusa en ese espacio, con sus paredes decoradas con arte abstracto y el aroma sutil de su perfume de gardenia flotando en el aire.

Alessandra alzó la mirada por encima de sus gafas de sol, unas de montura dorada que probablemente costaban lo que mi alquiler de medio año. Sus ojos, de un marrón cálido con destellos dorados, me escudriñaron con una mezcla de curiosidad y diversión.

—Tienes cara de querer huir por la ventana y saltar al primer taxi que pase —dijo, inclinando la cabeza ligeramente, su cabello castaño cayendo en ondas perfectas sobre un hombro—. ¿Qué pasa, Amelia? Suéltalo.

Tragué saliva, mis manos apretando el borde de mi blusa celeste, la misma que ella me había regalado. —Es solo que… la gala de esta noche… no sé si debería ir. No creo ser la persona adecuada para… representarte. No tengo experiencia en eventos así, y no quiero estropearlo todo.

Alessandra soltó una risa breve, un sonido ligero pero no burlón, mientras sacudía la cabeza. Dejó el móvil sobre el escritorio con un movimiento elegante, como si cada gesto suyo estuviera coreografiado.

—Amelia, eres brillante. Profesional. Honesta. Exactamente el tipo de persona que quiero que vean cuando digan mi nombre. —Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en el escritorio, sus manos cruzadas con un anillo de zafiro destellando bajo la luz—. El problema es que aún no lo sabes tú. Pero no te preocupes, porque hoy vamos a hacer magia.

—¿Magia? —repetí, mi voz sonando más infantil de lo que pretendía, como una niña preguntando si los unicornios existen de verdad.

—Exacto. Y el hechicero se llama Francisc —respondió ella, con una sonrisa traviesa que hizo que sus ojos brillaran.

Una hora después, estaba sentada en una silla giratoria en el salón de belleza más lujoso de la ciudad, un lugar que olía a eucalipto, jazmín y el leve susurro de tarjetas de crédito quemándose en cada servicio. Los espejos a mi alrededor multiplicaban mi reflejo inseguro por cinco, mostrando cada ángulo de mi rostro nervioso, mis manos apretadas sobre la bata de seda color marfil que me habían dado. La tela era tan suave que parecía deslizarse contra mi piel, pero no podía evitar sudar por la espalda, el calor de los nervios acumulándose bajo la superficie. Alessandra, mientras tanto, estaba sentada en un rincón, hojeando un periódico con la misma calma que tendría en la sala de espera de un jet privado. Su presencia, incluso en reposo, llenaba la habitación como una luz suave pero innegable.

—¡Ma chérie! — exclamó una voz teatral a mis espaldas, tan vibrante que casi me hizo saltar de la silla. Era Francisc, un hombre alto y delgado con un chaleco de terciopelo morado y una bufanda de seda anudada al cuello, como si hubiera salido de una obra de teatro parisina—. ¿Este es el lienzo humano que me trajiste, Alessandra? ¿Este diamante aún en bruto, listo para ser pulido hasta el brillo absoluto?

—Trátala con cariño, Francisc —dijo Alessandra sin levantar la vista del periódico, su voz tranquila pero con un toque de autoridad—. Es más brillante de lo que parece, pero necesita un poco de tu magia para verlo.

Francisc se acercó, observándome como un pintor frente a un cuadro en blanco. Sus ojos, de un azul intenso, brillaban con entusiasmo. —Querida Amelia, soy Francisc, mitad artista, mitad terapeuta, mitad genio. ¿Ves? ¡Ya soy un 150% mejor que cualquier hombre que hayas conocido en tu vida! —dijo, girando mi silla con un movimiento dramático que me hizo aferrarme a los reposabrazos.

—¿Es… necesario todo esto? —pregunté, mi voz temblorosa mientras miraba mi reflejo en el espejo. Mi cabello, recogido en un moño apretado, parecía gritar “bibliotecaria en crisis”, y mis mejillas estaban sonrojadas por la incomodidad.

—Oh, cariño, lo único innecesario es ese moño de bibliotecaria en depresión que llevas —respondió Francisc, chasqueando la lengua mientras deshacía el moño con dedos rápidos y expertos—. Vamos a hacerle un funeral digno, con velas y todo. Este cabello merece una resurrección.

El sonido de las tijeras llenó el aire, un clic-clic rítmico que me ponía más nerviosa con cada corte. Francisc no dejaba de hablar, sus manos moviéndose con una precisión casi hipnótica mientras cortaba, peinaba, rizó y alisó mi cabello, a veces todo al mismo tiempo, como si fuera un malabarista en un circo de lujo.

—Dime, Amelia, ¿alguna vez tu cabello ha sido feliz? —preguntó, inclinándose para mirarme a los ojos en el espejo—. ¿Lo has llevado de vacaciones a la playa, le has dejado sentir el viento? ¿Le has dicho “te quiero” alguna vez?

—Le pongo acondicionador —murmuré, sintiéndome ridícula mientras intentaba seguirle el paso a su energía.

—¡Ugh! — exclamó, llevándose una mano al pecho como si lo hubiera herido—. ¿Y también crees que echarle ketchup a la pasta es cocina italiana? ¡Por favor, querida, tu cabello merece amor, no solo productos de supermercado!




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