Max
El edificio me resultaba demasiado familiar, cada rincón cargado de ecos de un pasado que ahora sentía como una vida ajena. Las baldosas blancas y negras del pasillo, desgastadas en los bordes, parecían dibujar el mapa de nuestras viejas rutinas: las mañanas corriendo hacia el trabajo, las noches de risas forzadas, los silencios que se acumulaban como polvo. Cada cuadro colgado en las paredes, con sus marcos dorados y sus paisajes insulsos, era un testigo mudo de las veces que fingí que todo estaba bien, que mi vida no se estaba desmoronando. Cuando llegué a la puerta del departamento, no tuve que tocar. Clara ya me esperaba, su figura recortada contra la luz cálida del interior, como si hubiera estado anticipando este momento durante horas.
Llevaba un conjunto de seda negra, una blusa y un pantalón que se ajustaban a su cuerpo con la precisión de una modelo en una pasarela. Era el atuendo que sabía que me gustaba —o que solía gustarme— en los días en que todavía intentábamos mantener viva la chispa. Su labial rojo era impecable, un contraste vibrante contra su piel pálida, pero había algo en su postura, en la forma en que cruzaba los brazos, que delataba una actuación. Su sonrisa, congelada y teatral, era la misma que reservaba para las fiestas donde debía impresionar, pero que se deshacía en privado cuando las cosas no salían como planeaba.
—¿Vas a entrar como si nada? —preguntó, su voz afilada, con un matiz de desafío que me hizo apretar la mandíbula. Se apoyó contra el marco de la puerta, bloqueando parcialmente la entrada, como si quisiera obligarme a enfrentar su mirada antes de avanzar.
—Solo vengo a recoger mis cosas, Clara —respondí, mi tono seco, casi mecánico. No quería discutir, no quería alargar el inevitable. Pasé junto a ella, rozando su hombro sin pedir permiso, y me dirigí directo al dormitorio.
La habitación olía a su perfume, una mezcla de jazmín y cítricos que antes me resultaba reconfortante pero ahora solo me recordaba lo lejos que estábamos. La maleta que solía usar para viajes de negocios estaba aún en el clóset, medio empacada desde la última vez que fingimos que queríamos estar juntos, un viaje a Milán que nunca ocurrió. La saqué con un movimiento brusco, las ruedas chirriando contra el suelo de madera. La dejé caer sobre la cama, y el sonido hueco resonó como un disparo en el silencio opresivo de la habitación.
Clara apareció en el umbral del dormitorio, sus tacones resonando con un ritmo lento y deliberado. —Otra vez con esa historia de “necesito espacio”? —dijo, su voz oscilando entre la burla y la frustración. Se acercó, apoyándose contra la cómoda, sus uñas perfectamente pintadas tamborileando sobre la madera—. Max, estamos juntos desde hace años. Esto no es más que una racha mala. Lo del restaurante, lo de tu madre, lo de tu caída en desgracia… todo se va a arreglar. Pero nosotros somos “nosotros”. Siempre lo hemos sido.
Abrí el minibar escondido en el vestidor, un pequeño lujo que aún conservábamos, y saqué una botella de whisky. Serví un vaso, sin hielo, el líquido ámbar brillando bajo la luz tenue de la lámpara. Lo bebí de un trago, el ardor en la garganta un alivio momentáneo frente al peso en mi pecho. —No es solo una mala racha, Clara —dije, respirando hondo, el aire sintiéndose pesado en mis pulmones—. Es que esto ya no tiene sentido para mí. Me siento atrapado, como si estuviera viviendo una vida que no me pertenece. Necesito recomponer mi vida, poner orden. Estar solo un tiempo.
—¿Solo? —espetó ella, soltando una carcajada aguda que resonó como un cristal rompiéndose. Dio un paso hacia mí, su rostro endureciéndose—. ¿O con tu ratilla favorita? ¿Esa secretaria que te tiene obsesionado?
No respondí de inmediato. Serví otro vaso de whisky, mis dedos apretando el cristal con más fuerza de la necesaria. El licor bajó más rápido esta vez, quemando el camino hacia mi estómago, como si pudiera anestesiar la rabia y la culpa que sus palabras despertaban. Sentí el calor subiendo por mi rostro, el latido de la culpa detrás de mis sienes, pero no quería darle la satisfacción de una reacción.
—Dímelo de una vez, Max —insistió, cruzando la habitación hasta quedar a pocos pasos de mí. Sus ojos, de un verde intenso, brillaban con una mezcla de furia y dolor—. ¿Es por Amelia, no? Esa secretaria que se metió en tu cabeza como un maldito virus. ¿Qué te hizo? ¿Te embrujó con esas gafas sucias y esa voz temblorosa? ¿Es eso lo que quieres ahora? ¿Pasar de supermodelos a una contadora fracasada que no sabe ni cómo peinarse?
Me giré lentamente, el vaso vacío aún entre mis dedos, mis nudillos blanqueándose por la presión. La miré a los ojos, sosteniendo su mirada por primera vez en toda la conversación. Clara aún no entendía. Nunca lo había hecho. Ella veía el mundo en términos de apariencias, de trofeos, de quién brillaba más en una sala llena de luces. Pero Amelia… Amelia era diferente.
—Sí —dije al fin, mi voz baja pero firme, cada palabra pesada como una confesión—. La quiero. A ella. No sé en qué momento pasó. No sé cómo ni por qué. Pero ya no puedo fingir que no es así. Amelia me vio de verdad, Clara. No por lo que aparento, no por el traje caro o el título que ya no tengo. Me vio cuando todo se desmoronó, cuando yo mismo no sabía quién era.
Clara dio un paso atrás, como si mis palabras le hubieran golpeado el rostro. Su expresión se congeló, sus labios entreabiertos, sus ojos abiertos de par en par. Por un momento, pareció vulnerable, pero la vulnerabilidad duró lo que tarda un relámpago en desvanecerse.
—Tú no amas, Max —susurró, su voz temblando pero cargada de veneno—. Tú seduces, conquistas. Vas detrás de cuerpos de portada, piernas largas, labios perfectos. Eso es lo que eres. No puedes enamorarte de alguien como ella. ¡No tiene sentido! —Su voz se quebró en la última palabra, y dio un paso hacia mí, como si quisiera convencerme con su sola presencia.
—No lo tiene —admití, apoyando el vaso vacío en la cómoda con un movimiento lento—. Pero así es. Amelia… ella me vio como nadie más lo ha hecho. No por lo que fui, sino por lo que soy cuando todo se derrumba, cuando no queda nada más que el desastre.
#166 en Novela romántica
#67 en Chick lit
#4 en Joven Adulto
jefe asistente amor enfermizo odio dolor, segundas oportunidades intriga drama, secretaria nerd
Editado: 03.09.2025