Amelia
La música suave flotaba por el aire como un perfume caro, una melodía de violines y piano que se deslizaba entre los invitados, envolviéndolos en una atmósfera de refinada elegancia. Las luces cálidas, suspendidas del techo en guirnaldas doradas, parecían pequeñas constelaciones que iluminaban el salón con un resplandor acogedor, reflejándose en los vasos de cristal y los cubiertos de plata. El nuevo restaurante italiano que albergaba la gala benéfica de esa noche, era un espectáculo en sí mismo, un escenario digno de una revista de diseño. Las columnas revestidas en mármol blanco brillaban bajo la luz, sus vetas grises dibujando patrones que parecían contar historias antiguas. Las sillas de terciopelo verde esmeralda, suaves al tacto, rodeaban mesas decoradas con ramas de olivo frescas, velas parpadeantes en candelabros de cristal, y centros de mesa con flores blancas que desprendían un aroma sutil pero embriagador. Los camareros, vestidos con impecables chaquetas negras, se movían entre la multitud como sombras elegantes, sus movimientos precisos y silenciosos, portando bandejas de canapés y copas de prosecco con una gracia casi coreografiada.
Yo caminaba dos pasos detrás de Alessandra, intentando que mi postura proyectara la confianza que no sentía del todo. Mi vestido negro, de corte sencillo pero elegante, con un escote cuadrado que dejaba mis hombros al descubierto, se ajustaba a mi cuerpo de una manera que aún me resultaba extraña, como si estuviera usando la ropa de otra persona. Los tacones, un par de stilettos prestados que aún no dominaba, hacían que cada paso fuera un acto de equilibrio. En mi muñeca colgaba un pequeño bolso de terciopelo, lo suficientemente discreto como para no robar atención, pero lo bastante sofisticado como para encajar en este mundo de lujo. Cada vez que alguien saludaba a Alessandra —un chef famoso con una sonrisa carismática, un editor de una revista gourmet con un traje impecable, un político local con una risa demasiado sonora— yo ofrecía una sonrisa tímida y asentía, insegura de si debía intervenir con un comentario ingenioso o permanecer en un segundo plano, como una sombra silenciosa pero atenta.
—Te estás portando como una profesional —me susurró Alessandra mientras nos acercábamos a la barra de madera pulida, donde un barman preparaba cócteles con la precisión de un alquimista. Su voz era baja, casi íntima, y sus ojos brillaron con una mezcla de aprobación y complicidad—. Solo relájate, Amelia. Estás aquí para observar, no para impresionar a nadie. Deja que ellos se esfuercen por impresionarte a ti.
—Lo intento —respondí, ajustándome el bolso en la muñeca, mis dedos rozando el terciopelo suave mientras intentaba calmar los nervios—. Pero siento que todos notan que no pertenezco a este mundo. Como si llevara un letrero que dice “intrusa” en la frente.
—¿Este mundo? —repitió ella, arqueando una ceja mientras aceptaba una copa de vino blanco que le ofreció un camarero con una reverencia sutil. El líquido dorado atrapó la luz de las guirnaldas, brillando como si estuviera hecho de estrellas líquidas—. El mundo, querida, está lleno de postureo y apariencias vacías. Tú tienes algo mucho más valioso: criterio. Una mente aguda que ve más allá de las luces y las sonrisas falsas. Por eso te traje conmigo. Por eso confío en ti.
Asentí, aunque en mi interior la inseguridad seguía apretándome el estómago como una mano invisible. Me obligué a concentrarme en mi tarea, dejando que mi mirada recorriera la sala con atención. Observé cada detalle, como Alessandra me había pedido: la limpieza impecable de las mesas, el brillo del mármol en las columnas, el uniforme impecable del personal, la rapidez con la que los camareros atendían a los invitados, la presentación de los canapés —pequeñas obras de arte comestibles dispuestas en bandejas plateadas—. Saqué mi libreta del bolso, una pequeña libreta de cuero que Alessandra me había dado, y comencé a anotar discretamente mientras seguíamos caminando hacia una de las mesas del rincón, un lugar estratégico desde donde podía observar sin ser el centro de atención.
Fue entonces cuando el universo decidió recordarme que no estaba hecha para este mundo. Mi tacón derecho, traicionero e inexperto, se hundió en un pequeño orificio del suelo de madera pulida, un hueco casi imperceptible que parecía diseñado específicamente para humillarme. Intenté liberar mi pie con disimulo, moviendo la pierna con pequeños tirones mientras mantenía una sonrisa tensa en el rostro. Nada. Estaba atrapada, como una mariposa en una telaraña. Sentí el calor subiendo por mis mejillas, la certeza de que todos en la sala debían estar mirándome, aunque en realidad nadie parecía haber notado mi pequeño drama.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó una voz masculina, suave y cálida, justo detrás de mí, rompiendo el torbellino de mi vergüenza.
Me giré, algo torpe, casi perdiendo el equilibrio, y me encontré con un hombre de cabello oscuro, ondulado y perfectamente peinado, con ojos color miel que parecían brillar bajo la luz de las guirnaldas. Su sonrisa era desarmante, no por ser exagerada, sino por su naturalidad, como si sonriera porque realmente quería hacerlo. Vestía un traje oscuro, sin corbata, con la camisa blanca ligeramente desabotonada, proyectando una elegancia relajada que no necesitaba adornos para destacar. Había algo en su postura, en la forma en que ladeaba la cabeza, que transmitía confianza sin arrogancia.
—Parece que el restaurante quiere que te quedes —bromeó, agachándose con una gracia natural para liberar mi zapato del suelo traicionero. Sus manos trabajaron con rapidez, desenganchando el tacón con cuidado, como si estuviera acostumbrado a rescatar a damiselas en apuros sin hacerlas sentir ridículas—. Un sabotaje clásico de los suelos de diseño. Pasa más de lo que crees.
—Gracias —murmuré, sintiendo cómo el rubor en mis mejillas se intensificaba, como si mi rostro hubiera decidido traicionarme también—. Soy un desastre con estos tacones.
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Editado: 01.09.2025