No tan Nerd

Capítulo 6: Caída Libre

Max

No hay peor castigo que el silencio de alguien que solía pronunciar tu nombre con ternura, con esa suavidad que te hacía sentir que valías algo más que tus errores. Ese silencio, frío y absoluto, era mi única compañía desde hacía un mes, un eco vacío que resonaba en cada rincón de mi vida.

La ciudad se extendía frente a mí como una postal mojada, empañada, borrosa, sus luces difuminadas por la lluvia que golpeaba el parabrisas con una insistencia implacable. No tenía prisa en activar los limpiaparabrisas. Me gustaba que el cristal estuviera cubierto de gotas, distorsionando la realidad hasta volverla casi irreconocible. Me gustaba no ver con claridad. Era lo más honesto que había sentido en semanas, como si el mundo, al igual que yo, estuviera atrapado en un limbo de contornos difusos.

Conducía con una botella de whisky apoyada entre mis muslos, el vidrio frío contra la tela de mis jeans desgastados. La abría de vez en cuando con una mano temblorosa, los dedos torpes por el cansancio y el alcohol. El primer trago quemaba la garganta, un fuego que me recordaba que aún estaba vivo. El segundo era más suave, un consuelo amargo. El tercero ya era costumbre, un ritual que repetía sin pensar, como si el licor pudiera borrar el peso en mi pecho.

Estaba solo. A propósito. Porque nadie soportaría estar conmigo ahora, ni siquiera yo mismo. Mi reflejo en el retrovisor era un extraño: ojos hundidos, ojeras marcadas, una barba incipiente que no me molestaba en afeitar. Era el retrato de un hombre que había perdido todo lo que importaba, y lo sabía.

Intenté llamarla. Ciento cuatro veces, para ser exactos. Cada llamada terminaba en el buzón de voz, la grabación de su voz tranquila y profesional cortándome como un cuchillo. Ni un mensaje leído. Ni una señal de vida. Ni siquiera un insulto. ¿Sabes lo que duele más que el odio? La indiferencia. La maldita indiferencia que te hace sentir invisible, como si nunca hubieras existido para ella.

Un día, desesperado, me planté frente a su casa, un edificio modesto con paredes de ladrillo y un buzón oxidado en la entrada. Pensé que si la veía, si le explicaba, si le pedía perdón cara a cara, tal vez… tal vez podría recuperar algo, aunque fuera un fragmento de lo que tuvimos. Pero no fue ella quien abrió la puerta. Fue su padre, un hombre de rostro curtido, con el cabello gris y unos ojos que parecían llevar el peso de demasiadas decepciones. Fue educado, pero firme, con esa calma que tienen los que han visto sufrir a quienes aman.

—Amelia ya no vive aquí, Max —dijo, su voz baja pero inquebrantable—. Te agradeceríamos que no volvieras.

Me dejó en la puerta como a un perro sin dueño, el frío de la tarde calándose en mis huesos mientras me alejaba, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha.

Desde entonces, me castigo. Me dejo arrastrar por el fango de mi propia culpa, hundiéndome más con cada día que pasa. Trabajo en Le Château Lumière como camarero, en el mismo restaurante que antes dirigía, sirviendo mesas con una bandeja que pesa más que el metal que la compone. Los clientes me miran con lástima, con rencor, o con una sorna disimulada que duele más que cualquier insulto directo. Da igual. Me lo merezco. Cada bandeja que llevo, cada copa que recojo, es un recordatorio de lo que perdí.

Leo trabaja allí también, moviéndose por el comedor con esa falsa seguridad que siempre ha sido su escudo. No nos hablamos. A veces, nuestras miradas se cruzan, y en ellas hay odio puro, crudo, como una herida que no cierra. No sé si es por lo que hicimos, por el plan que salió tan mal, o porque ambos sabemos que destrozamos algo que nunca volverá. Lo peor es que él sigue creyendo que fue solo un error, un tropiezo sin importancia. Yo sé que fue mucho más: fue mi condena, la sentencia que me condenó a esta versión rota de mí mismo.

Y entonces, en medio de la lluvia y el whisky, suena el móvil. El nombre en la pantalla me saca un gruñido: Zhannet. Qué ironía. Ella, justo ella, con su veneno envuelto en sonrisas y su talento para aparecer en los peores momentos.

Contesto sin pensar, la voz áspera por el licor y el cansancio. —¿Qué?

—Max, cariño, estás más difícil de encontrar que el sentido común en este país —dice, su tono burlón pero con un dejo de diversión genuina—. Estoy en un restaurante nuevo, el italiano ese, Giardino di Notte. Música en vivo, vino caro, y gente guapa. Te hace falta un poco de vida, ¿sabes?

—¿Desde cuándo tú eres parte de “la gente guapa”? —respondo, mi voz cargada de sarcasmo, aunque no tengo energía para sostenerlo.

—Ay, por favor —ríe, un sonido agudo que atraviesa el ruido de la lluvia—. Ven. O quédate en tu miseria, bebiendo solo como el fantasma que eres. Tú decides.

Cuelga antes de que pueda responder. Y lo peor es que, sin pensarlo, giro el volante hacia el restaurante.

¿Por qué? No lo sé. Tal vez porque quiero un motivo más para odiarme mañana. Tal vez porque busco una pelea, una excusa para descargar la rabia que llevo dentro. O tal vez, en el fondo, una parte de mí espera verla… a ella. Aunque sé que es imposible. Amelia no estaría en un lugar como este, no después de todo.

El Giardino di Notte aparece ante mí como un espejismo, su fachada moderna brillando bajo las luces doradas, con ventanales que reflejan la lluvia como si fueran espejos líquidos. La elegancia del lugar es casi insultante, una bofetada de superficialidad que no estoy de humor para soportar. Entro como un despojo, la botella de whisky escondida en el interior de mi chaqueta, el olor a licor y lluvia pegado a mi piel. Mi alma, en cambio, está al descubierto, expuesta como una herida abierta.

Zhannet está en la barra, cruzada de piernas, con un vestido escotado de color esmeralda que parece gritar su presencia. Su sonrisa ladina me recibe, tan afilada como siempre, sus ojos verdes brillando con una mezcla de diversión y crueldad.




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