No tan Nerd

Capítulo 7: No tan en casa

Amelia

La puerta de la casa de mis padres se abrió con un chirrido familiar, y antes de que pudiera dar un paso dentro, la voz de mi hermana Penelope ya resonaba en el pasillo, vibrante y llena de esa energía que siempre parecía desbordarla. —¡Pero mírate! — exclamó, sus ojos abriéndose de par en par mientras me observaba de arriba abajo—. ¿Eres Amelia o una versión glam de Cenicienta que decidió no perder el zapato esta vez?

No había pasado ni medio segundo y ya tenía a mi madre, Elena, encima de mí, escaneándome con esa mirada de rayos X que solo las madres perfeccionan con los años. Sus ojos recorrieron mi peinado, perfectamente estilizado por Francisc, mi abrigo nuevo de lana gris que Alessandra había insistido en que comprara, y los tacones negros que aún me hacían tambalear si no estaba concentrada. —Hija, ¿segura que no te metieron en un concurso de belleza por accidente? —preguntó, dándome la vuelta con las manos en mis hombros, como si fuera un pollo listo para entrar al horno, inspeccionando cada detalle con una mezcla de orgullo y sospecha.

—Mamita, por favor —dije, apartando sus manos con una sonrisa nerviosa, sintiendo cómo el rubor subía a mis mejillas—. Solo es maquillaje… y un poco de orden capilar. Nada del otro mundo.

—¿Y también perfume de gente rica? —intervino mi padre desde el comedor, asomándose con un periódico doblado en la mano y una sonrisa traviesa en el rostro. Sus gafas de montura gruesa resbalaron ligeramente por su nariz mientras me miraba—. Si no fueras mi hija, te pediría una selfie. Solo para presumir en el club de ajedrez. ¡La hija que parece sacada de una portada!

—Ay, Amelia, ¿pero qué te pasó? —añadió Penelope, arqueando una ceja perfectamente delineada mientras se apoyaba contra el marco de la puerta, sus rizos castaños cayendo en cascada sobre un hombro—. ¿Te caíste en una bañera de glamour y saliste convertida en influencer de lujo? Porque, vamos, ese abrigo no es de rebajas, y esos tacones… ¡parecen de los que duelen solo de mirarlos!

Me reí, un sonido nervioso que escapó de mis labios antes de que pudiera contenerlo. Había olvidado lo que se sentía ser el centro de atención en esta casa, donde el cariño venía envuelto en comentarios pasivo-agresivos y bromas que siempre escondían una verdad. La calidez del hogar, con su olor a pan recién horneado y el leve aroma a lavanda de las velas que mamá siempre encendía, me envolvió como un abrazo. Pero también me recordó lo mucho que había cambiado, no solo por fuera, sino en algún lugar más profundo, donde las palabras de Penelope y las miradas de mis padres no podían llegar.

—Es Alessandra, ¿verdad? —interrumpió mamá, su tono acusador pero con un brillo de orgullo en los ojos mientras dejaba una bandeja de empanadas en la mesa del comedor—. Te convenció de mudarte sola, de dejar nuestro nido, y ahora de andar vestida como secretaria de una revista de moda. ¡Escándalo! ¿Qué será lo próximo? ¿Un yate?

—No exageres, mamá —respondí, quitándome el abrigo y colgándolo con cuidado en el perchero de la entrada—. Solo estoy… creciendo. Probando cosas nuevas. Aprendiendo a ser yo misma.

—¡Eso dice la gente antes de hacerse un tatuaje o adoptar un gato con cuenta de Instagram! —resopló ella, ajustándose el delantal con un gesto dramático mientras llevaba una jarra de agua a la mesa—. Pero está bien, está bien. Siéntate, que la comida no espera.

Nos sentamos a cenar en el comedor de siempre, con su mesa de madera llena de marcas de años de risas, discusiones y cenas familiares. Las empanadas, doradas y crujientes, olían a hogar, a las tardes de domingo cuando mamá y yo amasábamos la masa mientras papá leía el periódico en voz alta. La comida sabía a amor, a recuerdos, y por un momento, ayudó a calmar el nudo que aún apretaba mi estómago. Pero no del todo. A ratos, mientras masticaba o escuchaba las bromas de Penelope, sentía una corriente subterránea de inquietud. No era solo el maquillaje, el vestido nuevo o los tacones. Era yo. Había cambiado, y no estaba segura de si me gustaba la nueva versión o si aún estaba buscando quién era.

Después de la cena, Penelope me arrastró a mi antigua habitación como si fuéramos adolescentes otra vez, planeando una travesura o compartiendo secretos bajo las mantas. El cuarto estaba intacto, como un museo de mi adolescencia: posters de películas de ciencia ficción pegados con cinta adhesiva en las paredes, estanterías repletas de libros de tapa dura apilados sin orden, y mi viejo peluche de pingüino, “Profesor Sheldon”, sentado en la cama con su bufanda deshilachada y una expresión de juicio silencioso.

—Bien, confiesa —dijo Penelope, dejándose caer en la cama con un movimiento teatral, haciendo que el colchón crujiera bajo su peso—. ¿Lo has visto? Y no me vengas con evasivas, Amelia.

—¿A quién? —pregunté, fingiendo inocencia mientras me sentaba a su lado, quitándome los tacones con un suspiro de alivio. Mis pies agradecieron el contacto con la alfombra gastada.

—No te hagas la sueca, Amelia —respondió ella, entornando los ojos con una mezcla de diversión y exasperación—. A Max. ¿Ese Max? El único hombre que podría arruinar un ramo de flores con una carta escrita por un idiota.

—No —dije, mi voz más seca de lo que pretendía, mientras jugueteaba con el borde de mi vestido.

—¿Ni una vez? —insistió, inclinándose hacia mí, sus rizos rebotando como si tuvieran vida propia.

—No —repetí, mirando hacia el “Profesor Sheldon” como si él pudiera respaldar mi historia.

—¿Ni siquiera en tus sueños donde le tiras una empanada caliente en la cara? —preguntó, su tono subiendo con una mezcla de burla y curiosidad.

—Penelope… —suspiré, sintiendo cómo el peso de su pregunta se asentaba en mi pecho.

Ella se giró, su expresión volviéndose seria por un instante, algo raro en ella. Sus ojos, del mismo color avellana que los míos, me miraron con una intensidad que me hizo sentir expuesta. —¿Lo sigues queriendo? —preguntó, su voz baja, casi un susurro, como si temiera la respuesta.




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