Max
Nunca pensé que la resaca moral pudiera doler más que la física, pero ahí estaba yo, con la ceja rota, un moretón palpitando bajo mi ojo izquierdo, la cabeza embotada por el whisky de la noche anterior y el alma en ruinas, como un edificio abandonado a punto de colapsar. Servía café en Le Château Lumière, el mismo restaurante que dirigía hace apenas unas semanas, con movimientos automáticos, como un autómata programado para sonreír y asentir. La camisa blanca del uniforme me apretaba el cuello, la tela almidonada rozándome la piel como un recordatorio constante de mi caída. Cada vez que un cliente me miraba más de tres segundos, sentía que podía leerme la culpa escrita en la frente, como si llevara un letrero invisible que gritaba: “Este es Max Roux, el hombre que lo arruinó todo”. Algunos clientes, los habituales, me reconocían y apartaban la mirada con una mezcla de lástima y incomodidad. Otros, los nuevos, solo veían a un camarero más, con un ojo amoratado, un paso torpe y un olor a vergüenza que no podía lavar con ningún jabón.
Estaba apoyado en la barra, intentando recordar si había puesto las tazas limpias en el lavavajillas o si simplemente las había apilado en el fregadero, cuando una voz familiar, suave pero cargada de un matiz que no supe identificar, me sacó de mi niebla mental.
—¿Max? —Era Clara.
Me giré lentamente, como si cada movimiento me costara un esfuerzo titánico. Allí estaba, de pie en el umbral del comedor, con un abrigo beige de lana que le llegaba a las rodillas, elegante y perfectamente cortado, como todo lo que ella elegía. Sus labios, pintados de un rojo brillante, contrastaban con la palidez de su rostro, pero por primera vez, su expresión no estaba cargada de sarcasmo o desafío. Había una preocupación genuina en sus ojos, un brillo que parecía fuera de lugar en la Clara que yo conocía, siempre tan segura, tan intocable.
—¿Qué te pasó en la cara? —preguntó, dando un paso hacia mí, sus tacones resonando suavemente contra el suelo de madera pulida. Se acercó más de lo necesario, como si aún tuviera derecho a invadir mi espacio, a preocuparse por mí.
—Nada importante —respondí, seco, bajando la mirada hacia la bandeja que sostenía, fingiendo revisar las tazas vacías para no tener que enfrentarla.
—¿Fue una pelea? ¿Alguien te atacó? —insistió, su voz más suave ahora, casi maternal, lo que solo hizo que me sintiera más incómodo.
—No importa, Clara. Estoy trabajando —dije, girándome para tomar una bandeja limpia de la barra, desesperado por poner distancia entre nosotros. El metal frío de la bandeja era un ancla, algo tangible en medio del torbellino de emociones que su presencia despertaba.
—¿Sigues así por… ella? —Su voz se quebró en la última palabra, pero no se atrevió a pronunciar el nombre de Amelia, como si decirlo en voz alta lo haría más real, más doloroso.
No respondí. No quería. No podía. El simple hecho de escuchar su nombre, incluso implícito, era como presionar un moretón fresco. Me alejé con pasos largos, el pecho apretado, el aire sintiéndose más pesado con cada zancada. Me merecía este infierno, cada segundo de él. Yo lo había construido, ladrillo por ladrillo, con cada decisión estúpida, con cada palabra no dicha, con cada traición.
Estaba en la esquina del salón, limpiando una mesa con gestos mecánicos, cuando entraron ellos. Trajes oscuros, impecables, con el tipo de corte que grita dinero y poder. Maletines de cuero negro en las manos. Miradas que hablaban sin necesidad de palabras, frías y calculadoras. Eran cuatro hombres y una mujer, todos de aspecto impoluto, moviéndose con una precisión que hacía que el resto del mundo pareciera desordenado. Se dirigieron directamente hacia el despacho de Beatriz, la jefa de cocina, que ahora también fungía como gerente interina. El aire en el restaurante se congeló por un segundo, como si todos los empleados sintieran el peso de su presencia. Los camareros intercambiaron miradas, los cuchicheos se alzaron como un zumbido bajo, y Anet, desde la entrada, dejó de revisar el inventario para observarlos, sus ojos entrecerrados como si estuviera viendo llegar a inspectores de Hacienda.
—Max —llamó Anet unos minutos después, su voz distinta, tensa, desprovista de su habitual tono burlón. Se acercó a mí, sus tacones resonando con urgencia—. Beatriz quiere verte. Ahora. En el despacho.
Me limpié las manos con un trapo, el algodón áspero rozándome los dedos, y caminé hacia el despacho como si me llevaran al cadalso. Cada paso era más pesado que el anterior, el suelo de madera crujiendo bajo mis pies como si protestara por mi presencia. Mi corazón latía con fuerza, un tambor sordo en mi pecho, mientras intentaba prepararme para lo que venía. Sabía que no era una reunión para tomar café.
Al abrir la puerta, el ambiente dentro del despacho era tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo. Beatriz estaba de pie, con los brazos cruzados, su rostro pálido como el mármol de las encimeras de la cocina. Sus ojos, normalmente duros y resolutivos, parecían nerviosos, casi asustados. Frente a ella, los cinco visitantes estaban sentados alrededor de la mesa de reuniones, sus posturas rígidas, sus expresiones frías, como jueces en un tribunal. La única mujer del grupo, con el cabello recogido en un moño apretado y un traje gris que parecía hecho a medida, me miró con una intensidad que me hizo querer retroceder.
—¿Max Roux? —dijo uno de los hombres, alto, con el cabello gris perfectamente peinado hacia atrás y una voz dura como piedra pulida. Se ajustó las gafas de montura fina, sus ojos escudriñándome como si pudieran ver cada error que había cometido—. Tome asiento.
—Sí —respondí, tragando saliva, el nudo en mi garganta creciendo mientras me sentaba en la silla más cercana. El cuero crujió bajo mi peso, un sonido que resonó en el silencio opresivo de la habitación.
—Soy el señor Avelino —continuó el hombre, apoyando los codos en la mesa, sus manos cruzadas con un anillo de oro brillando en su dedo—. Este es el consejo de inversores privados que, desde hace dos años, mantiene este restaurante a flote. Supongo que ya sabe que no estamos aquí para un desayuno de negocios ni para felicitarlo por su desempeño.
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Editado: 25.08.2025