Max
—¿Dónde demonios está Amelia Foster?
La voz de Beatriz rebotó contra las paredes del despacho como un látigo, afilada y cargada de una urgencia que cortaba el aire. Apenas había cruzado el umbral, con los hombros encorvados bajo el peso de un cansancio que iba más allá de lo físico, las manos aún húmedas de los vasos que acababa de fregar en la cocina, y la ceja hinchada palpitando como un recordatorio de la debacle de hace dos noches en el Giardino di Notte. Me quedé de pie, inmóvil, como si necesitara unos segundos para reunir las fuerzas necesarias y no desplomarme allí mismo. El moretón bajo mi ojo dolía con cada parpadeo, y el olor a café rancio y detergente industrial se adhería a mi piel como una segunda capa de culpa.
—¿Max? ¿Me escuchaste o necesitas que te grite más fuerte? —repitió Beatriz, dejando caer un montón de papeles sobre su escritorio con un golpe seco que resonó como un martillo en mi cabeza. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, estaban encendidos con una mezcla de frustración y pánico apenas disimulado.
Asentí lentamente, cerrando la puerta detrás de mí con un clic suave, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera hacer estallar la tensión en la habitación. —La he estado buscando, Beatriz. Te juro que no he dejado de intentarlo —dije, mi voz áspera, casi rota—. La llamé todos los días durante un mes. Ciento cuatro veces, para ser exactos. Fui a su casa… —Me detuve, tragando saliva, el nudo en mi garganta apretándose como un lazo—. Sus padres me dijeron que ya no vive allí. Se mudó, y no saben a dónde. O no quisieron decírmelo.
Beatriz se dejó caer en su silla, echando la cabeza hacia atrás con un suspiro que parecía cargar el peso de todo el restaurante. Sus manos, normalmente firmes, tamborileaban nerviosamente sobre el borde del escritorio. —¿Y eso es todo? ¿Te parece suficiente? —espetó, su voz subiendo de tono—. ¡Max, tenemos una bomba a punto de estallar aquí! ¿O no entiendes que si esa chica no aparece el viernes, estamos todos en la calle? Los cocineros, los camareros, yo… ¡todos!
Me acerqué unos pasos, el suelo de madera crujiendo bajo mis zapatos gastados, pero ella levantó una mano con un gesto brusco, como si quisiera mantenerme a raya. —¡Para! —dijo, sus ojos entrecerrándose—. ¿Y tú te has mirado al espejo últimamente? —añadió, su rostro torciéndose en una mueca de asco—. Pareces un vagabundo, Max. Tienes la misma cara demacrada desde hace una semana, la ropa te huele a bar cerrado, y esa ceja tuya… ¡Dios mío, pareces un boxeador retirado después de perder la pelea de su vida! ¿Qué imagen estás dando? ¿Crees que alguien va a confiar en un camarero que parece sacado de un callejón?
—Lo sé —admití, mi voz ronca, apenas un murmullo. Me froté la nuca, sintiendo el sudor frío que se acumulaba allí, el peso de sus palabras cayendo sobre mí como una losa—. No estoy bien, Beatriz. No estoy… en nada. Pero la estoy buscando, créeme. La he buscado más que a mí mismo estos últimos treinta días.
—¡Pues búscala mejor! —gritó, levantándose de golpe, su silla chirriando contra el suelo. Sus manos se apoyaron en el escritorio, inclinándose hacia mí como si quisiera grabar cada palabra en mi piel—. ¿Qué quieres que haga yo? ¿Poner carteles por la ciudad con su cara? ¿Contratar un detective privado? ¡Esto es ridículo!
—No estaría mal —murmuré, más para mí que para ella, mirando el suelo como si pudiera encontrar respuestas en las grietas de la madera.
Beatriz entrecerró los ojos, y por un momento pensé que me lanzaría algo a la cabeza, quizás el pisapapeles de cristal que descansaba en su escritorio. —¿Estás bromeando? —espetó, su voz temblando de incredulidad—. Max, entiéndelo de una maldita vez. Esta no es tu penitencia personal. No eres el mártir de ninguna historia romántica. Este restaurante es una empresa, con cientos de personas que dependen de su sueldo para pagar sus cuentas, para alimentar a sus familias. Y tú… tú la estrellaste por completo con tus decisiones, tus mentiras y tu maldita arrogancia.
Me dejé caer en la silla frente a ella, vencido, mis manos colgando entre mis rodillas como si no supiera qué hacer con ellas. —Lo sé —dije, mi voz apenas audible—. Sé todo lo que hice mal. Cada error, cada informe maquillado, cada proveedor barato que contraté pensando que podía salvar el día. Pero Amelia… ella no va a volver por una llamada. Y mucho menos si soy yo quien la busca. No después de lo que le hice.
—¿Y por qué no? —espetó Beatriz, inclinándose aún más, sus ojos clavados en los míos—. ¿Acaso no te besó? ¿No la envolviste en tu circo de mentiras? ¿No fuiste tú quien la llevó a ese punto?
Me quedé en silencio, el recuerdo de Amelia quemándome por dentro. Su mirada en la sala de juntas, sus gafas empañadas, la carpeta con su renuncia cayendo sobre la mesa como una sentencia. No había dicho una palabra ese día, pero su silencio fue más fuerte que cualquier grito.
Beatriz se frotó las sienes con los dedos, un gesto de pura frustración, y suspiró como si estuviera expulsando un veneno que llevaba demasiado tiempo conteniendo. —Mira, Max, no me importa el drama romántico —dijo, su voz más baja ahora, pero no menos afilada—. No me importa si la amas, si te odia, si te echó de su vida o si estás escribiendo poesía cursi en su nombre. Lo que me importa es que en una semana tendremos al consejo de accionistas aquí, exigiendo soluciones reales, números que no mientan, un plan que no sea una fantasía. Y Amelia Foster —marcó cada sílaba de su nombre, como si quisiera grabarlo en el aire— es la única que parece tener la cabeza sobre los hombros en este desastre de restaurante.
—No va a querer volver —dije, mi voz quebrándose, la verdad pesando más que nunca.
—¡No quiero que vuelva! —rugió Beatriz, golpeando el escritorio con la palma de la mano—. ¡Quiero que venga un día, una maldita reunión! Que dé la cara, que presente ese informe suyo que parece escrito por un genio, que tranquilice a esos tiburones financieros y se largue si quiere. Pero si no viene, Max, nos cortan las alas. Nos cierran el restaurante. ¿Entiendes la gravedad?
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Editado: 06.10.2025