No tan Nerd

Capítulo 9: 101 rosas vainilla

Amelia

Volver al apartamento después de pasar la noche en casa de mis padres fue como cerrar un capítulo sin saber si quería volver a leerlo. El sol del mediodía se colaba a través de las cortinas finas de mi pequeña sala, bañando los rincones con una luz cálida que resaltaba las imperfecciones de mi nuevo hogar: cajas con libros que aún no había terminado de ordenar, una manta de lana mal doblada sobre el sofá, y el aroma sutil de café de vainilla que persistía desde ayer, impregnado en el aire como un recuerdo reconfortante. Dejé las llaves sobre la mesita de entrada con un suspiro, el tintineo del metal resonando en el silencio del apartamento. Me incliné para quitarme los zapatos, mis pies agradeciendo el descanso al tocar el suelo tibio de madera. La sensación de pisar sin tacones era como volver a casa después de un largo viaje, aunque el viaje hubiera sido solo una noche llena de risas, empanadas y las bromas implacables de mi familia.

Abrí la bolsa que mamá me había obligado a llevar, su voz resonando en mi cabeza: “No te irás con las manos vacías, Amelia. ¿Qué clase de madre sería si te dejo ir sin comida?”. Y ahí estaban, como prueba de su amor innegociable: tuppers llenos de empanadas de carne, crujientes y doradas; un pan de ajo casero que aún olía a mantequilla y hierbas; un recipiente con su clásico arroz con azafrán, brillante como un atardecer; y hasta un frasco de mermelada de naranja, hecha con las naranjas del árbol del patio trasero. Mamá tenía la habilidad mágica de colar una cena completa en un bolso de mano, como si fuera una hechicera de la cocina con un talento especial para el exceso.

Me senté en el sofá con las piernas cruzadas, mirando el techo, y por primera vez en varios días sentí algo parecido a tranquilidad. No era una paz absoluta, no todavía. El hueco que Max había dejado seguía allí, latiendo en mi pecho con un ritmo propio, apareciendo sin aviso en los momentos más inesperados. Pero estaba aprendiendo a respirar por encima de él, a construir pequeños puentes sobre ese vacío, a seguir adelante aunque a veces tropezara. Cada día era un paso, pequeño pero firme, hacia una versión de mí que aún estaba descubriendo.

El móvil vibró sobre la mesa, rompiendo el silencio. El nombre de Alessandra apareció en la pantalla, y mi corazón dio un pequeño salto, como siempre que ella me contactaba. Había algo en su confianza en mí que aún me descolocaba, como si no terminara de creerme que alguien como ella viera algo especial en mí.

—Amelia —dijo al contestar, su voz elegante y serena, como si estuviera hablando desde la portada de una revista de moda—. Acabo de terminar de leer tu informe sobre el Giardino di Notte.

Tragué saliva, nerviosa sin razón aparente. Mis dedos apretaron el teléfono, y mi voz salió más insegura de lo que quería. —¿Y… estuvo bien? —pregunté, sintiéndome como una niña esperando la aprobación de una maestra.

—Bien no es la palabra —respondió ella, y pude imaginar su sonrisa, esa mezcla de calidez y autoridad que siempre llevaba consigo—. Es detallado, preciso, honesto y elegante. Justo como una crítica debe ser. Estoy impresionada, Amelia. Lucio quedará encantado con los elogios y preocupado con las sugerencias. Has encontrado el equilibrio perfecto. Bravo.

Una sonrisa se me escapó, amplia y sincera, calentándome el rostro como si el sol hubiera decidido brillar solo para mí. —Gracias, de verdad —dije, mi voz más firme ahora—. Significa mucho viniendo de ti.

—Y lo sabes —respondió ella con una risa baja, casi musical—. Ahora, descansa. Te mereces una tarde tranquila. Y tal vez… te llegue una sorpresa.

—¿Una sorpresa? —repetí, frunciendo el ceño, mi curiosidad despertando como un gato que huele algo interesante—. ¿Qué quieres decir?

Pero antes de que pudiera insistir, ella colgó con un clic suave, dejándome con la pregunta colgando en el aire.

Me quedé mirando el teléfono, confundida, mi mente dando vueltas. ¿Una sorpresa? Con Alessandra, eso podía significar cualquier cosa, desde una invitación a otro evento de lujo hasta un paquete de café artesanal enviado a mi puerta. Sacudí la cabeza, riendo para mí misma, y me levanté para guardar los tuppers en la nevera.

Apenas unos minutos después, alguien llamó a la puerta. El sonido fue firme, insistente, pero no agresivo. Me levanté, con los calcetines arrastrándose por el suelo de madera, y abrí la puerta, esperando tal vez a un vecino o al cartero con un paquete perdido. Pero en lugar de eso, me encontré con un joven repartidor, con una gorra roja ladeada y una expresión ligeramente abrumada por el tamaño del paquete que sostenía entre sus brazos.

—¿Amelia Foster? —preguntó, ajustando el peso del paquete con un pequeño gruñido.

—Sí, soy yo —respondí, inclinando la cabeza, confundida.

—Esto es para usted —dijo, entregándome un enorme ramo de rosas de un color que no era ni blanco ni rosa, sino un tono intermedio, cálido, como vainilla líquida bajo la luz del sol. El ramo era tan grande que casi me tapaba la cara cuando lo tomé, las flores rozando mi barbilla con una suavidad que olía a primavera. Estaba envuelto en papel seda dorado, atado con un lazo de terciopelo crema que parecía demasiado elegante para mi pequeño apartamento.

—Gracias —murmuré, todavía procesando la situación mientras el repartidor se despedía con un gesto rápido y desaparecía por el pasillo.

Cerré la puerta con el ramo entre los brazos, el corazón galopando sin razón aparente, como si supiera algo que mi mente aún no comprendía. Me senté con cuidado en el sofá, depositando las flores sobre mis piernas como si fueran una reliquia frágil. Entre los tallos, una pequeña tarjeta sobresalía, su borde dorado brillando bajo la luz que entraba por la ventana.

La abrí con dedos temblorosos, mi respiración contenida. En una caligrafía limpia, elegante pero con un trazo juguetón, se leía:




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