No tan Nerd

Capítulo 11: Decisiones sin despedida

Amelia

El timbre del móvil sonó con la melodía suave que había elegido para las llamadas de Alessandra, un tono delicado de piano que parecía reflejar su elegancia incluso en los detalles más pequeños. Contesté con rapidez, todavía con el cabello mojado tras la ducha, envuelta en una bata con dibujos de limones que mamá había insistido en regalarme cuando me mudé. La tela, suave pero ligeramente deshilachada en los bordes, olía a hogar, a las mañanas en las que mamá me obligaba a desayunar tortitas aunque estuviera apurada. Me acomodé en el sofá, secándome el cabello con una toalla, las gotas de agua dejando pequeñas manchas en la manta que aún no había doblado.

—¿Sí? —dije, mi voz un poco más aguda de lo que pretendía, los nervios traicionándome.

—Amelia, querida —respondió Alessandra, su voz fluida, como si estuviera dictando una invitación desde la portada de una revista de moda—. Hoy por la noche tenemos un nuevo evento. Una presentación en una galería de arte contemporáneo. El catering lo organizo yo. Habrá artistas, coleccionistas, críticos… la prensa también. Y tú estarás allí.

—¿Otro? —pregunté, apenas disimulando la mezcla de emoción y nervios que me recorrió como una corriente eléctrica. Me enderecé en el sofá, la toalla cayendo sobre mis hombros—. ¿En serio?

—Tú —afirmó ella, con esa seguridad que hacía que todo sonara inevitable—. Te pasaré a buscar en una hora. Necesitamos encontrar el vestido adecuado. Hoy no serás mi asistente, Amelia. Serás la representante de mi firma. Así que prepárate, ratoncita. Vamos a robar miradas.

Colgó sin esperar respuesta, el clic del teléfono resonando en mi cabeza como el cierre de una puerta que no admite dudas. Me quedé mirando la pantalla, el corazón latiendo un poco más rápido. ¿Representante de su firma? La idea me hacía sentir como si estuviera a punto de saltar de un acantilado con un paracaídas que no sabía si funcionaría.

Una hora después, estaba en un showroom de vestidos de diseñador, uno de esos lugares donde el suelo brilla como si lo enceraran cada media hora y las luces están estratégicamente colocadas para hacer que cada prenda parezca una joya bajo un foco. El aire olía a cuero nuevo y a un perfume floral que flotaba como una niebla invisible. Alessandra caminaba entre los percheros con una gracia que parecía desafiar la gravedad, sus tacones resonando con un ritmo preciso, como si el mundo entero estuviera sincronizado con ella. Yo, en cambio, intentaba mantener el equilibrio en unos tacones prestados del probador, mis pasos inseguros, como si estuviera aprendiendo a caminar de nuevo.

Ella hojeaba los percheros con decisión, sus dedos deslizándose por las telas como quien escoge armas antes de una batalla elegante. —¿Negro con escote corazón? ¿Demasiado seguro? —murmuró, sosteniendo un vestido que brillaba bajo la luz como si estuviera hecho de medianoche líquida—. ¿Rojo sangre? ¿Demasiado evidente? —Pasó a otro, un vestido carmesí que parecía gritar atención desde el perchero.

Asentí, o fingí entender, aunque en realidad mi mente estaba ocupada en no tropezar y en calmar el nudo que se formaba en mi estómago. Los vestidos eran hermosos, pero también intimidantes, como si cada uno tuviera una personalidad propia que no estaba segura de poder igualar.

—Alessandra… —dije de pronto, sintiendo cómo la garganta se me apretaba, las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas.

Ella giró, una ceja arqueada, dejando el vestido rojo en el perchero con un movimiento lento, casi teatral. —¿Sí? —preguntó, su voz suave pero con un toque de curiosidad que me hizo sentir que ya sabía lo que venía.

—Hay algo que necesito contarte —continué, mi voz temblando ligeramente—. Sobre… sobre el lugar donde trabajaba antes. Sobre Le Château Lumière. Y Max Roux.

Su expresión se suavizó, los bordes afilados de su rostro relajándose en algo que parecía casi maternal. Caminó hasta un diván blanco en el centro del showroom, sentándose con una elegancia que hacía que el simple acto de sentarse pareciera una coreografía. Cruzó las piernas, su vestido gris perla cayendo en pliegues perfectos, y me hizo un gesto para que me acercara. —Te escucho —dijo, su voz baja, invitándome a hablar sin prisas.

Tomé aire, sintiendo el peso de los recuerdos acumulándose en mi pecho. Me senté frente a ella, mis manos apretando el borde del diván, los dedos hundiéndose en el terciopelo suave. Y entonces, solté todo.

Le conté sobre Le Château Lumière, sobre cómo comencé desde abajo, llevando cafés y archivando facturas, hasta convertirme en la secretaria que redactaba informes detallados que nadie parecía leer. Le hablé de las flores que aparecían en mi escritorio, un ramo de lirios blancos que al principio pensé que era un error, de las notas con un “cariño” escrito en tinta negra que me hacían temblar las rodillas. Le conté del beso, ese momento en la oficina a medianoche, cuando las luces del restaurante estaban apagadas y el mundo parecía reducirse a nosotros dos, sus manos en mi rostro, su respiración mezclándose con la mía. Y luego, la carta. La trampa. La humillación en la sala de juntas, con Leo riendo y Max mirándome con una culpa que no supe cómo interpretar. Le conté cómo dejé mi renuncia sobre la mesa, cómo salí sin mirar atrás, cómo mi corazón se rompió en pedazos que aún estaba intentando recoger.

Alessandra no interrumpió ni una sola vez. Solo me escuchó, sus ojos fijos en los míos, atentos, sin un ápice de juicio. Cuando terminé, me sentí vacía, pero también aliviada, como si hubiera soltado una mochila que llevaba meses pesando sobre mis hombros. El silencio que siguió fue suave, no opresivo, como si ella estuviera dándome espacio para respirar.

—¿Le hablaste después de la reunión? —preguntó finalmente, su voz baja, casi un susurro, como si temiera romper el momento.

—No… —admití, mirando mis manos, que ahora descansaban en mi regazo, los dedos entrelazados como si intentaran sostenerse mutuamente—. Me fui. No pude… no quise verlo. Tenía miedo. De lo que dijera. De lo que no dijera. De mí misma, supongo.




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