No tan Nerd

Capítulo 12: El interrogatorio de Penelope

Max

Nunca pensé que un día mi GPS emocional me llevaría a tocar, por segunda vez, la puerta de los padres de Amelia Foster. No por trabajo, ni por un error de dirección, sino porque me había convertido en el arquetipo más triste de una comedia romántica: el ex arrepentido, despeinado y ojeroso, con una chaqueta de cuero que ya estaba pasada de moda cuando yo aún estaba en la universidad, y un moretón en la ceja que parecía gritar mi autodestrucción al mundo. Mis manos temblaban ligeramente mientras ajustaba el cuello de la camisa, una que al menos había tenido la decencia de lavar esa mañana, aunque no estaba seguro de si eso compensaba las ojeras o el aire general de derrota que cargaba como una mochila invisible.

El barrio estaba igual que siempre: silencioso, ordenado, con macetas perfectamente simétricas en las ventanas, llenas de geranios rojos y violetas que parecían demasiado perfectos para ser reales. Las casas de ladrillo, con sus cortinas blancas y sus buzones pintados, tenían esa calma que solo los suburbios logran, como si el tiempo se moviera más lento aquí. Me imaginé a la señora Foster sirviendo té en tazas de porcelana, al señor Foster leyendo el periódico con sus gafas resbalando por la nariz, y a mí en medio… implorando información como un detective desesperado con un pasado turbio y un guion que no sabía cómo terminar.

Toqué el timbre. Una vez. Nada. El silencio me respondió con el zumbido lejano de un cortacésped en alguna casa vecina. Volví a tocar, esta vez con un poco más de desesperación, los dedos apretando el botón como si mi vida dependiera de ello. Escuché pasos, lentos al principio, luego más rápidos, y mi corazón dio un salto, esperando ver a la señora Foster con su delantal de flores o al señor Foster con su mirada de acero. Pero cuando la puerta se abrió, no fue ninguno de ellos. Ni siquiera el gato del vecino, que solía merodear por el porche.

Frente a mí apareció una mujer joven, con un moño desordenado que dejaba mechones de cabello castaño cayendo sobre su rostro, un vestido de unicornios que parecía gritar “no estoy para visitas”, y una expresión que decía claramente: “Hoy no es tu día, campeón”. Sostenía una cuchara de madera en la mano, como si hubiera estado en medio de una batalla culinaria cuando el timbre la interrumpió.

—¿Tú eres…? —pregunté, desconcertado, mi voz saliendo más débil de lo que quería.

Ella alzó una ceja con la precisión de una francotiradora, cruzándose de brazos y apoyándose contra el marco de la puerta. —¿Y tú quién demonios eres? —espetó, su tono afilado pero con un toque de humor sarcástico—. ¿El vendedor de seguros que viene a traumatizar a una familia feliz? ¿O eres el ex idiota del que Amelia no quiere oír ni el nombre?

Retrocedí medio paso, sintiendo cómo el calor subía por mi cuello. Su mirada era como un reflector, y yo era un ciervo atrapado en medio de la carretera. —Soy Max… Max Roux —dije, mi voz apenas audible, como si pronunciar mi propio nombre fuera una confesión.

—¡Ajá! — exclamó, chasqueando los dedos como si hubiera ganado un juego de adivinanzas—. ¡Bingo! El rompecorazones deluxe. El chef que, en lugar de cocinar emociones, las quema hasta dejarlas en cenizas. —Su sonrisa era afilada, pero había algo en sus ojos, un brillo de diversión que me hizo pensar que disfrutaba un poco demasiado de este momento.

—¿Y tú? —pregunté, intentando recuperar algo de terreno, aunque sabía que estaba en desventaja.

—Penélope —respondió, enderezándose con un aire teatral—. Mejor amiga de Amelia. Guía espiritual en sarcasmo, defensora de nerds, y, si hace falta, karateka emocional. —Hizo un gesto con la cuchara, como si estuviera lista para usarla como arma si era necesario.

—Encantado —murmuré, incómodo, rascándome la nuca y sintiendo cómo el moretón en mi ceja palpitaba bajo su escrutinio.

—Dudo que lo estés —replicó, su tono seco pero con un dejo de diversión—. ¿Qué haces aquí, Max? ¿Crees que puedes aparecer con esa cara de funeral y esperar que te abran la puerta como si fueras el héroe de una película barata?

—Necesito hablar con sus padres —dije, mi voz más firme ahora, aunque el temblor en mis manos me delataba—. Necesito saber dónde está Amelia. Por favor.

Penélope abrió más la puerta, pero solo para bloquearla con su cuerpo, sus brazos cruzados como una barrera infranqueable. Era pequeña, pero su presencia era intimidante, como un huracán comprimido en un metro sesenta. —Ni lo sueñes —dijo, negando con la cabeza—. Lo último que necesitan ellos es enterarse de que su hija anda con el corazón hecho trizas por culpa de un señor que parece extra del Club de los Corazones Rotos.

—Solo quiero explicarle todo —insistí, dando un paso adelante, aunque me detuve cuando ella alzó la cuchara como si fuera a apuntarme con ella—. Decirle lo que siento. Que me escuche. Por favor, Penélope.

—¿Qué parte de “no la vas a ver” no te quedó clara? —respondió, su voz firme, aunque su expresión vaciló por un instante, como si mi desesperación la hubiera tocado—. No voy a dejar que metas ese drama de telenovela turca en esta casa. Amelia está intentando reconstruirse, ¿sabes? Y no necesita que vengas a revolver el pasado.

—Penélope, por favor —dije, mi voz quebrándose, la frustración y la culpa mezclándose en mi pecho—. Llevo semanas buscándola. La llamo todos los días. Fui al restaurante nuevo donde creí que trabajaba. Hablé con medio planeta. Incluso vine aquí… otra vez. Necesito encontrarla. No para justificarme, no para excusarme. Solo para… para decirle la verdad.

Ella me miró de arriba a abajo, su mirada deteniéndose en mi chaqueta gastada, mi camisa arrugada, las ojeras que probablemente parecían pintadas con carbón. Su rostro se transformó en una mezcla entre “me das pena” y “te mereces cada segundo de tu miseria”. —¿Y crees que con ese peinado de borracho existencial y esas ojeras de mapache con insomnio vas a convencer a alguien? —preguntó, ladeando la cabeza.




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