Max
Madrid tenía esa forma sucia y hermosa de envolverte cuando menos lo esperas. Las luces de neón brillaban como heridas mal cerradas sobre el asfalto húmedo, reflejando destellos de rojo y azul que parpadeaban en los charcos dejados por una lluvia reciente. El aire olía a gasolina, promesas rotas y una pizca de limón agrio, probablemente de algún cóctel mal servido en las terrazas abarrotadas de Gran Vía. Caminaba sin rumbo fijo, con la dirección de Amelia quemándome en la memoria, el papel que Penélope me había dado guardado como un talismán en el bolsillo interior de mi chaqueta. La frustración me latía en las sienes, cada paso un recordatorio de mi tercera visita fallida en una semana. Esta vez, no solo no estaba ella: no había ni un rastro de su presencia. La puerta del edificio cerrada a cal y canto, ni una luz encendida en las ventanas, ni un vecino curioso asomándose. Era como si Amelia hubiera decidido borrarse del mapa y dejarme atrás con las sobras del desastre que yo mismo provoqué. Un desastre llamado Max Roux.
Suspiré, frotándome la cara con ambas manos, la barba de varios días rasgando mi piel como papel de lija. Estaba agotado, vacío, con el alma hecha jirones. El mundo, como siempre, no tenía la más mínima intención de detenerse para dejarme recuperar el aliento. Mis pasos resonaban en la acera, un eco hueco que se mezclaba con el murmullo de la ciudad: cláxones lejanos, risas de desconocidos, el zumbido de una moto pasando a toda velocidad. Casi por instinto, mis pies me llevaron hasta un bar en la esquina, uno de esos lugares sin pretensiones, con ventanales grandes y mesas redondas pegadas al cristal empañado. Nada lujoso. Nada que recordara a Le Château Lumière, con sus copas de cristal y su vino de ochocientos euros que alguna vez serví con cara de indiferente. Este era solo un refugio para almas perdidas, con música baja, paredes desconchadas y una barra de madera vieja donde podía esconder mi corazón de perro apaleado.
Me senté en un taburete que crujió bajo mi peso, como si protestara por tener que soportarme. El barman, un tipo de unos cincuenta años, canoso, con tatuajes desvaídos en ambos antebrazos y la mirada cansada de quien ha escuchado más tristezas de las que debería, me miró sin mucho interés. —¿Qué te pongo, jefe? —preguntó, limpiando un vaso con un trapo que parecía tan viejo como el bar.
—Gin, sin tonterías —respondí, sin ganas de conversación, mi voz áspera, como si hubiera estado gritando en mi cabeza durante horas.
Sirvió en silencio, el líquido claro cayendo en el vaso con un sonido que era casi reconfortante. El primer trago quemó como el infierno, una línea de fuego que bajó por mi garganta y se asentó en mi pecho. Agradecí el castigo. Era lo único que sentía real en ese momento. Estaba solo. O eso creía. Mis pensamientos eran un eco constante: Amelia. Su mirada al descubrir la carta de Leo, sus ojos brillando con lágrimas que no dejó caer. Su espalda alejándose por el pasillo del restaurante, sin decir una sola palabra. La llamada que nunca contestó, los mensajes que se perdieron en el vacío. Las flores que envié y que nunca devolvieron mensaje. Su silencio… Su ausencia era más ruidosa que cualquier grito, un vacío que llenaba cada rincón de mi mente.
—¿La perdiste? —preguntó el barman de repente, sin mirarme, su voz baja pero directa, como si hubiera leído mi cara como un libro abierto.
—¿Perdón? —respondí, levantando la mirada, el vaso detenido a medio camino hacia mis labios.
—La mujer que te tiene bebiendo como si el alcohol fuera la única salida —dijo, apoyando los codos en la barra, sus ojos encontrando los míos por un instante antes de volver a limpiar otro vaso.
Sonreí, una sonrisa sin alegría, amarga como el gin. —No la perdí. La espanté —admití, mi voz apenas un murmullo, las palabras pesando más de lo que esperaba.
—¿Y no te da miedo que no regrese? —preguntó, su tono neutral, pero había algo en su pregunta que me atravesó, como si hubiera tocado un nervio expuesto.
—Me da pánico —confesé, mirando el líquido en mi vaso, los hielos derritiéndose lentamente, como si el tiempo mismo se estuviera deshaciendo.
Él asintió, como si conociera bien ese sabor, ese miedo que se pega al paladar y no te deja respirar. —Todos perdemos cosas, amigo. Pero pocas veces son tan valiosas como creemos. ¿Esta lo es?
—Es Amelia —solté, su nombre escapándose como una plegaria, o tal vez una condena. Lo dije como si fuera suficiente, como si su nombre pudiera explicar todo lo que sentía, todo lo que había perdido.
El barman no dijo nada más, solo asintió de nuevo y se alejó para atender a otro cliente. Me quedé allí, con el vaso en la mano, el gin perdiendo su filo con cada segundo que pasaba. En eso, el bullicio del fondo del local aumentó, un estallido de risas y voces que rompió el murmullo constante del bar. Miré de reojo hacia la zona VIP, un rincón más iluminado con sillones de terciopelo rojo y botellas de champán barato que intentaban pasar por exclusivas. Alguien celebraba como si el mundo estuviera a punto de acabarse, y entonces lo vi.
Leo.
Rodeado de dos mujeres jóvenes, vestidas con brillos y escotes que parecían sacados de una sesión de fotos para una marca de ropa interior y rímel. Él reía con su copa en alto, la camisa de lino desabrochada hasta casi el ombligo, su cabello perfectamente peinado hacia atrás, como si fuera el rey de un reino que solo existía en su cabeza. Reía como si nada importara. Como si no tuviera culpa. Como si no me hubiera ayudado a destruir lo único bueno que había tenido en años.
Me giré, intentando ignorarlo, mi mano apretando el vaso con más fuerza de la necesaria. Apuré el gin, el ardor subiendo de nuevo por mi garganta, pero no fue suficiente para ahogar el nudo en mi pecho. Leo me vio. Lo supe porque su risa disminuyó un segundo, un silencio breve pero inconfundible. Luego se levantó, dejando su copa a medio terminar en la mesa, y se acercó con ese andar suyo, confiado y teatral, como si el mundo fuera su escenario personal. A su lado venía una mujer de unos treinta, con labios inyectados y un perfume tan fuerte que me dio dolor de cabeza antes de que llegara a la barra.
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Editado: 25.08.2025