Amelia
Aterrizamos con suavidad, aunque mi corazón parecía estar todavía flotando a mil metros del suelo, atrapado en una mezcla de adrenalina y nervios que no sabía cómo manejar. El helicóptero descansó como una bestia metálica sobre la azotea de un edificio que parecía sacado de una película de ciencia ficción: todo cristal, luces brillantes y líneas modernas que cortaban el cielo. La vista de Madrid desde allí arriba era irreal, con las primeras luces de la ciudad titilando como estrellas reflejadas en un espejo oscuro. El cielo se teñía de un azul profundo, salpicado de nubes que parecían pintadas a mano, y el viento fresco me erizaba la piel a través del vestido de seda verde que Alessandra había insistido en que llevara.
Lucio me ayudó a salir, ofreciéndome la mano con esa cortesía natural que parecía formar parte de su ADN, un gesto tan fluido que casi no noté lo nerviosa que estaba hasta que mis dedos tocaron los suyos. Llevaba el ramo de rosas blancas que me había dado, sujetándolo con cuidado como si fuera lo más frágil del mundo, sus pétalos suaves rozando mis brazos. Yo, en cambio, me sentía fuera de lugar, como una nota discordante en una sinfonía perfecta, mi vestido elegante y mis tacones prestados contrastando con la inseguridad que cargaba como una mochila invisible.
—¿Estás bien? —preguntó Lucio, su voz suave pero con un toque de preocupación genuina mientras entregaba una generosa propina al piloto y le agradecía con una palmada amistosa en el hombro.
Asentí, aunque no estaba del todo segura. El vestido, cortesía de Alessandra, me hacía sentir como si estuviera interpretando un papel que no había ensayado. Seguía a Lucio, mis pasos torpes sobre la gravilla de la azotea, intentando no tropezar con mis propios pensamientos. Cada movimiento parecía amplificado, como si todos pudieran ver que no pertenecía a este tipo de escenarios, a este mundo de helicópteros y restaurantes panorámicos.
Nos recibió una hostess vestida de negro impecable, su sonrisa amplia y profesional iluminando su rostro al ver a Lucio. —¡Chef Lucio! Siempre un placer. Su mesa está lista —dijo, su voz cálida pero con esa eficiencia que solo tienen las personas acostumbradas a tratar con clientes importantes.
—Gracias, Elena —respondió él, su tono relajado pero encantador, como siempre. Luego se giró hacia mí, colocando una mano ligera en mi espalda, un gesto que me hizo contener el aliento—. Te presento a la señorita Amelia. Esta noche es nuestra invitada de honor.
Elena me miró con una calidez que intenté corresponder con una sonrisa, aunque sentía el estómago enredado en nudos. —Encantada, señorita Amelia —dijo, inclinando ligeramente la cabeza antes de guiarnos por un pasillo iluminado con luces tenues, donde el silencio se sentía elegante, casi reverente, en lugar de incómodo.
El restaurante era un espectáculo de lujo discreto, de esos que no necesitan gritar para imponer. Las mesas redondas estaban cubiertas con manteles de lino blanco, cada una adornada con candelabros de cristal que reflejaban la luz como pequeños prismas. A lo lejos, alguien tocaba un piano, las notas suaves flotando en el aire como un perfume invisible. Lucio saludó a un hombre de traje que se levantó de su asiento para abrazarlo, su entusiasmo llenando el espacio.
—¡Lucio! ¿Cómo estás, viejo zorro? —dijo el hombre, su voz resonando con una mezcla de camaradería y admiración.
—¡Gabriel! Qué sorpresa —respondió Lucio, riendo mientras le devolvía el abrazo—. Amelia, él es Gabriel, un viejo amigo y el dueño de esta locura de restaurante.
—Encantado —dijo Gabriel, tomando mi mano y besando el dorso con un gesto galante que me tomó por sorpresa—. No me extraña que Lucio venga acompañado de tanta belleza.
Lucio rió, pero yo solo logré murmurar un tímido “gracias”, sintiendo cómo el rubor subía por mis mejillas. No me creía eso. Nunca lo hacía. Siempre sentía que cumplidos como ese estaban dirigidos a alguien más, alguien que no era la Amelia que aún se ajustaba las gafas por nerviosismo, aunque ya no las usara.
Nos llevaron a una mesa junto a un ventanal enorme que ofrecía una vista panorámica de Madrid, la ciudad extendiéndose como un mar de luces bajo nosotros. Me senté con cuidado, el ramo de rosas descansando en una silla vacía a mi lado, y deseé por un momento poder desaparecer, fundirme con el paisaje para no tener que lidiar con la intensidad de estar allí. Madrid estaba a mis pies, como si el mundo entero se hubiera detenido para darnos este momento, pero yo no podía dejar de sentirme como una impostora.
El camarero llegó rápidamente, saludando a Lucio con la confianza de quien sirve a una leyenda. —Chef, un honor. ¿Lo de siempre? —preguntó, ajustándose la chaqueta negra con un movimiento rápido.
—Sí, Marco. Y tráenos una botella del vino blanco de la casa, el italiano —respondió Lucio, guiñándome un ojo—. Hoy celebramos.
—¿Celebramos qué? —pregunté, arrugando la frente, mi voz saliendo más insegura de lo que quería.
—Tu primer vuelo en helicóptero. Tu primer restaurante panorámico. Y… que estás aquí, conmigo —dijo, su sonrisa suave pero cargada de intención, como si cada palabra estuviera cuidadosamente elegida para hacerme sentir especial.
Sentí mis mejillas encenderse de nuevo, y me obligué a sonreír, aunque el nudo en el estómago seguía allí, apretándose con cada segundo. La conversación fluyó, al menos por su parte. Lucio hablaba con una facilidad que envidiaba, contando historias de su infancia en Florencia, de cómo su abuela le enseñó a hacer pasta desde cero, amasando la harina con manos pequeñas y torpes. Habló de sus viajes por el mundo, de cocinar con chefs estrella en Nueva York y Tokio, de los mercados callejeros de Bangkok y las trattorias escondidas en las colinas de Toscana. Yo lo escuchaba, fascinada por su energía, por la forma en que sus manos se movían al hablar, como si estuviera pintando las historias en el aire. Pero a la vez, estaba atrapada en una disonancia interna, mi mente dividida entre el presente y un pasado que no podía dejar atrás.
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Editado: 01.09.2025