Pronto en Devonshire recibirían dos visitas que ninguno de los habitantes se esperarían. Dichas personas podían hacer caer los cimientos de una casa.
La primera de ellas no tardó mucho tiempo en aparecer. Llegó unos días después de la cacería. Cuando se vio obligada a ir y pedir clemencia.
La señorita Perrowl alzó la cabeza cuando el carruaje de alquiler le había dejado enfrente de la puerta. El odio aún recorría por sus venas. No se podía olvidar que gracias a la estupidez de su ex-cuñada su vida se había hecho trizas. También, su padre (que lo consideraba hombre muerto) había provocado que su apellido cayera en lo más bajo de la escala social. Además, de vivir en la miseria.
Aún su hermano andaba desaparecido en América. Sin importarle que le pudiera ocurrir a su madre y a ella. Los hombres de su familia no valían para nada. Su hermano yéndose con el rabo entre las piernas, su padre encerrado en la cárcel como un vulgar ladrón.
Habían pasado dos años y medio y la situación había empeorado en la casa de Londres. Podría haber pedido ayuda al mejor amigo de su padre, pero ni muerta le suplicaría. Bastante orgullo tenía y no quería arrodillarse ante ese hombre, y más cuando, una vez le dijo tiempo atrás que sería su mujer.
"Jamás", pensó frunciendo la nariz. Primero tendría que helarse el infierno antes que hiciera una idiotez como aquella. Nunca sería la mujer de ese banquero aunque tuviera todo el oro del mundo y pudiera solucionar sus problemas. Con sólo imaginarse él ganando, obteniendo su rendición, le daba arcadas. No uniría su mano con la de él.
Por eso buscó otras alternativas, menos agradables pero era lo que se podía permitir.
Cuando supo que el duque Werrington había regresado a la casa, decidió ir aunque sabía perfectamente que podía verse con gente indeseable. Lo tenía que hacer, no por ella. Sino por su madre que estaba delicada de salud.
Se tragó la bilis y subió los escalones que le dirigían a su destino.
El mayordomo no mostró sorpresa al verla aunque pudo notar su extrañeza en sus ojos.
— Dile a su excelencia que la señorita Perrowl quiere verlo — le dio la tarjeta.
— Sí, señorita.
Sabiendo que Julian rechazaría de primeras su visita. Fue tras los pasos del mayordomo en vez de esperar pacientemente, como una dama lánguida, a que le transmitiera el mensaje. Vio el mayordomo entrar en la amplia biblioteca.
Escuchó muy cerca:
— Dile que estoy ocupado. No quiero recibir a nadie que provenga de esa desgraciada familia — Ophelia quiso gritarle, pero se contuvo.
Cuadró los hombros y fingió una sonrisa en sus labios. Una cosa buena que había aprendido de su familia era saber engatusar y engañar.
— Querido, pensaba que al menos a mí no me incluirías en esa desgraciada familia.
El mayordomo cometió un error en dejar la puerta abierta. No pudo evitar que entrara.
La joven le dio las gracias al mayordomo y se dirigió al que una vez fue su amor y obsesión de su vida. Había cambiado. Estaba más delgado, ojeroso y sus facciones más marcadas. No por ello, seguía siendo el hombre más atractivo que había conocido.
— Señorita Perrowl — la saludó, evidentemente con frialdad.
Puso los ojos en blanco y se acercó al escritorio. Se sentó sin su permiso.
— Pensaba que tratarías con más amabilidad a tus invitados — le dijo con una mirada furiosa pero sus labios mostraron una sonrisa demasiado dulce —, o mejor dicho a una dama. Un duque no puede olvidar sus modales, ¿verdad, Julian?
El hombre asintió. No cayó en su provocación. Pidió al mayordomo que los dejara.
— Dime a qué has venido.
— ¿No me ofreces un vaso de brandy, o algo más fuerte como whisky? — preguntó con malicia.
Julian no aguantó más. Con voz afilada dijo:
— Ophelia te invito a que salgas por esa puerta.
— No me iré, Julian. No hasta que me escuches. Por culpa de tu hermana y, prácticamente, de tu familia han arruinado a la mía. Al menos me merezco un momento de tu tiempo.
El hombre quiso despacharla pero finalmente se vio escuchándola.
—Entonces, se reduce a que te dé un préstamo — no se podía creer la mala situación económica que se encontraba.
— Sí, quiero un préstamo — mantuvo a raya las lágrimas — . No me vería tan apurada si no te lo pidiera. Por favor, Julian.
Le costó suplicar. Pero su alma cayó a los pies cuando lo vio mover la cabeza de un lado a otro.
— Espero que esto no caiga en tu conciencia, aunque por lo que he visto, no tienes alma — escupió y se levantó airada.
Iba hacia la puerta pero esta se abrió dejando pasar a la que había sido rival por el amor de Julian.
Diane.
— Vaya, vaya a quién me encuentro por casualidad — aplaudió y la miró sin atisbo de amabilidad —. El perrito faldero de Julian.