— ¿Otra vez has estado molestando a Diane?
No le apetecía entrar en la alcoba de su esposa pero lo tuvo que hacer por fuerzas mayores. Le preocupaba la actitud de Diane hacia él. Llevaba días que lo estaba evitando. Tenía una fuerte intuición que la causante principal de ello era la mujer que tenía delante.
Deslumbrante como ella misma. Incluso, llevando una bata blanca sobre el camisón de marfil era una mujer hermosa que podía tentar al santo más inocente. Pero la maldad que había presenciado estropeaba cualquier belleza que pudiera ver en ella.
— ¿Molestando? Es una palabra muy fea — Julian rechinó los dientes.
— Contéstame — le exigió.
—No la he molestado.
No se fiaba de su palabra.
— No te creo — la mujer se rio y meneó graciosamente la cabeza. Se acercó a él echándole los brazos delgados a su cuello.
— Si fuera así, ¿me castigarías? — la mujer se relamió los labios queriendo provocar en su aún marido deseo pero obtuvo la respuesta contraria.
Julian apartó los brazos y la miró con indiferencia.
— Espero por tu bien que no hayas hecho nada malo.
— ¿Me estás amenazando? Si no lo recuerdas bien, os tengo a tu amante y a ti en mi mano —se atrevió en tender la mano para luego apretarla. Una metáfora sobre lo que había descrito.
— Diane no es mi amante. Trata de respetarla — dijo con la voz afilada.
Ella se encogió de hombros y se miró con demasiado interés sus uñas.
— Una mujer que besa a un hombre casado, cualquiera lo interpretaría como un gesto de amantes.
El hombre se le acabó la paciencia y se marchó dando un portazo en la puerta. La próxima vez se echaría piedras en los pies para no cometer la estupidez de entrar en su alcoba y ver a Guiselle. Ella podía acabar con la propia paciencia de un santo.
El señor Lombart veía a su cuñado distraído. Estaba mirando el mismo documento que le había entregado desde hacía media hora.
— ¿Te preocupa algo? — se inclinó sobre el escritorio. Le había dejado una lista con las ventajas y contras de un divorcio.
— Diane... — musitó dejando el papel a un lado.
Matthew contuvo un suspiro. Entendía su preocupación por su prima pero creía que debería no continuar presionando más la situación.
— Julian, no quiero que te tomes mal mis palabras. Mi prima necesita más tiempo del que tú crees. Y espacio. La llegada de tu esposa ha hecho remover muchas cosas del pasado. A ninguno de los que estamos presentes le es cómoda esta situación.
— Por eso intento hacerlo lo mejor posible — gruñó frustrado — . Quiero cuanto antes divorciarme de ella para...
Él negó con la cabeza y le cortó antes que dijera una tontería.
— Mi prima sigue casada al menos que Dante pida la anulación o el divorcio, dos posibilidades que aún no se han proyectado. Además, Diane no ha pronunciado una palabra sobre ello. ¿No has pensado que ella no te quiere como antes?
Le dolería muchísimo que fuera así.
— No deberías estar pensando tanto en ella, Julian — le aconsejó.
No podía. La tenía en sus pensamientos noche y día. Desde que la besó no la podía echar de su cabeza. Ni de su corazón.
— Ten en cuenta sus sentimientos, por favor. Haz todo lo posible para que tu esposa no la moleste más.
Matthew le estaba superando el tema. Aunque Julian fuera el hermano de su mujer, le importaba más su prima que para él era una hermana. No iba a tolerar que la situación se le escapara de las manos. Diane estaba en una situación complicada pero que tenía que resolver ella misma sin que nadie interfiriera.
— Te haré caso — eso intentaría — . No eres el único que me haya dicho esto.
— Me imagino quién es — una sonrisa de orgullo se perfiló en sus labios — . Julian, no lo decimos por tu mal. Estás dando grandes pasos por tu superación a la bebida. Pero, tienes que aprender a ser paciente.
>> Diane regresó a Devonshire con un marido a su brazo. No es un mal caballero — ignoró la mirada de advertencia de su cuñado y prosiguió: — Debes dejar que Diane decida. Aunque pueda dolerte, es lo mejor.
La puesta de sol teñía el prado de Devonshire de unas tonalidades doradas y purpúreas, bañadas por la calidez y los últimos rayos de sol antes de ponerse en el monte. Se respiraba una gran calma que procedía de la naturaleza. No se escuchaba gritos, ni el sonido de las pisadas, el ruido de algunos sirvientes limpiando las habitaciones. En cambio, se podía escuchar el ulular de los búhos, el susurro de las hojas, acariciadas por el viento. Por suerte, no había víboras por el camino, ni siquiera príncipes que querían salvar a as princesas desde sus torres.