Ante los golpes insistentes en la madrugada, el mayordomo medio adormilado con la bata puesta y el gorro de dormir en la cabeza abrió la puerta sin saber quién era loco que tocaba de esa manera.
Aunque estuvo a punto de cerrarla al ver que la persona que entraba era un hombre casi irreconocible por las ropas y el cuerpo llenos de barro. Hasta la cara la tenía manchada.
— Pardiez —exclamó el mayordomo con los ojos desorbitados — ¿Quién es usted?
El señor Caruso intentó calmarse aunque su corazón latía desenfrenado por el largo recorrido que había hecho a pie. Si no fuera por una de las ruedas del carruaje se hubiera quedado estancada en un bache, habría llegado a la mansión rápido y limpio. Por culpa de ese bache, provocó que el carruaje se volcara. Por fortuna, no hubo daños personales. Tanto el cochero como él habían salido ilesos. Encima, la mayoría de los caminos estaba casi inundados por el mal temporal que había estado haciendo en esos días. Había sido tortuoso llegar hasta la mansión.
Se había llenado de barro desde las puntas de sus botas hasta una parte de su cara y el frío había calado hasta sus huesos. De ahí que el mayordomo no lo había reconocido. Pero no le preocupaba la suciedad de sus vestimentas, ni de sus botas. Estaba preocupado por ella.
— ¿Cómo está mi esposa? — el anciano iba a contestar cuando otra persona lo hizo por él.
— Menos mal que has llegado — Cassie bajó los escalones y abrió los ojos al verlo — Dios, ¿qué te ha pasado?
— No es importante — miró a su cuñada que se le veía cansada y agotada— Por favor, dime si está bien.
El mayordomo cerró la puerta y los dejó a solas en el vestíbulo, no sin antes de llevar la orden de un baño para el señor Caruso.
— Me gustaría poder decir que está bien — se llevó una mano a la frente. Suspiró resignada — . Lleva todo el día con fiebre. No se le ha bajado desde ayer que le comenzó a subir.
No llegó a terminar de la frase cuando Caruso fue caminando a zancadas al piso de arriba sin esperar un minuto más. Sin embargo, su cuñada le recomendó que se limpiara y adecentara. Tuvo que reconocer a sí mismo que tenía que cambiarse. Lo malo era que sus ropas estaban en la maleta, y esta se había quedado atrás con el cochero.
— Le diré a Matthew que te preste ropa — leyéndole el pensamiento.
Mientras tanto, Diane seguía estando inconsciente.
La fiebre la mantenía en un estado de delirio, del cual no se daba cuenta de la realidad de su alrededor desde hacía dos días. Sentía el cuerpo arder y la garganta como mil agujas pequeñas clavándose. No, no estaba en el paraíso, estaba en el infierno donde las llamas la quemaban y la hacían sufrir.
Julian que no se había apartado de la joven, estaba sufriendo por ver a Diane con el rostro sonrojado y contraído por la alta temperatura que sufría su cuerpo. El doctor que había venido le dijo que si no superaba la fiebre, no habría esperanza para que se recuperara. Pero él no quería pensar en eso.
Se arremangó más las mangas de la camisa y volvió a remojar el paño. Había hecho ese gesto, ese movimiento un centenar de veces... Parecía que no era suficiente.
— Shhh — cuando vio que ella se removía ante el simple contacto del paño en su frente.
El doctor le había recomendado pasar paños fríos y láudano, esto último en caso que entrara en un estado de sopor. Además, ella tenía que tomar líquidos como caldo para no desnutrirse y deshidratarse. Intentó pasarle el paño por otras zonas siempre respetando los límites del pudor y el respeto. No era un sinvergüenza, ni un crápula en ese sentido y, le dejaba a su hermana Cassandra que hiciera esa tarea.
Salvo por su adúltera esposa, Matthew, Cassie y él intentaban combatir con la fiebre que padecía Diane.
Había sido angustioso para él encontrarla prácticamente inmóvil en el suelo, fría y mojada. No se lo pensó dos veces, y la subió con él en su caballo. Nunca se imaginó que eso conduciría a esa dichosa fiebre que parecía no abandonarla.
Su hermana Cassandra había ido para pedir a la cocinera que le hiciera una infusión con miel. Ella tenía la esperanza que Diane pudiera tomar ciertos tragos. Se fijó en el reloj que su hermana estaba tardando bastante por esa infusión.
Al escuchar el chasquido de la puerta abrirse, se imaginó que era su hermana trayendo el brebaje. Pero nunca se imaginó que detrás de ella, venía él .
— ¿Qué hace él aquí? — gruñó y apretó la tela contra sus dedos.
Dante pasó de su pregunta y fue directo a la cama donde estaba la enferma.
Cassie, en cambio, le envío una mirada de advertencia.