El frescor del aire la hizo despertar después de estar en la deriva de la inconsciencia. Al principio estaba desorientada, no sabía dónde estaba ni siquiera se acordaba de haber estado en la cama mucho tiempo. Los últimos recuerdos que tenía era cuando había buscado refugio para escapar de la horrible tormenta. La oscuridad, el frío y el infierno.
Tenía la garganta tan irritada que le costó hablar pero ya su hermana se encargó de tenderle un vaso que contenía agua.
— ¿Cómo te encuentras? — le ayudó a beber ya que las manos las tenía adormecidas y no podía sostener contra sus labios el vaso.
Estaba tan débil que apoyó nuevamente la cabeza sobre la almohada.
— Sin fuerzas — suspiró y cerró los ojos — . Aún siento la cabeza embotada y la garganta me duele como si tuviera agujas en la garganta.
— Me lo imaginaba — Cassie apoyó una mano sobre la de ella y le dio unas ligeras palmaditas —. Has estado dos días con fiebre. Nos temíamos lo peor.
Diane abrió los ojos y se fijó en las ojeras que se dibujaban bajo los ojos de su hermana.
— Lo siento — su hermana le sonrió.
— No, no tienes que sentirlo. La tormenta te pilló y cogiste un enfriamiento que eso derivó a la fiebre.
Diane recordaba haber sentido que se ahogaba, su cuerpo ardía sin poder combatir contra ese manto ardiente.
— Descansa, en un rato volveré a que tomes un delicioso y calentico caldo — Diane quiso sonreír pero sus fuerzas estaban fuera de combate y sus ojos se cerraron en contra de su voluntad y volvió a caer en un profundo sueño.
Cassie la vio cerrar los ojos y quedarse dormida.
"Pobre, lo había pasado mal estos días", arregló un poco la habitación antes de salir por la puerta. No pudo evitar, mientras iba a la cocina a ordenar que le hiciera un caldo para su hermana, en pensar en su hermano Julian.
Cuando salieron de la habitación, su hermano no se cortó en decirle que estaba contrariado con su decisión de haberle mandado una nota a Dante para que viniera. Como si le hubiera traicionado. Cassie no lo entendía o sí. Era su hermano, pero Diane también lo era. No podía ser egoísta y que él quisiera que pensara únicamente en él. Aunque él no estuviera encantado con que el marido de Diane estuviera, tenía que aguantarse.
Al ir a la cocina pasó por la biblioteca y se sorprendió al ver salir un señor que no había visto en toda su vida. Enarcó una ceja a su hermano que él ignoró deliberadamente. Se notaba que aún estaba enfadado con ella. Pero él no había aprendido lo cabezota que era ella.
— Hola, hermanito — le dijo adrede, sabía que le molestaba el diminutivo —. ¿Se puede saber quién era ese hombre que estaba contigo?
— Eso hermanita, no te interesa — le iba a cerrar la puerta pero ella se lo impidió.
— ¿No crees que estás siendo exagerado? — entró en la biblioteca y puso los brazos en jarras — . Puedes entender por un momento que el señor Caruso tenía que estar si o si. Es su esposo.
Julian estaba harto de escuchar ese comentario. Porque era un hecho que no podía cambiarlo.
— Aún Diane no ha tomado una decisión — Cassie sabía lo que quería decir.
— ¿Cuándo lo decida qué vas a hacer? Si ella lo elige a él, ¿qué harás?
No quiso contestar a esa pregunta porque no era una opción que él toleraría aceptar. No cuando, Diane correspondió a su beso. Dios, le mataba la idea que Dante rondara cerca de Diane, pero él no se lo podía prohibir porque no era su esposo.
— Además, no tienes que olvidar otro hecho es que sigues casado — Julian hizo una mueca. Todos se lo recordaban.
"Diane, Matthew, Cassandra..."
— Pediré el divorcio.
Dijo sin más como si todo estuviera solucionado. Su hermana levantó las manos exasperada.
— De acuerdo. ¿Y me puedes decir quién era ese hombre y qué hacía aquí?
— Un detective — se fijó en el ceño fruncido de su hermana —. Le he llamado para que me ayudara a recopilar pruebas que confirmen el adulterio de mi mujer.
Julian se aguardó la verdad. No fue totalmente sincero con su hermana.
Cassandra asintió no muy convencida. Ni siquiera le extrañó que su hermano guardara rápidamente unos documentos en uno de los cajones del escritorio.
La doncella de la duquesa Werrington corrió hacia los aposentos de su señora. No era madrugadora, ni siquiera se molestaba en despertarse en horas tempranas. Tocó la puerta y se la encontró en el tocador. Parecía que no estaba contenta.
— Buenos días, mi señora.
— No son tan "buenos días". Mira mi cabello — dijo con dramatismo porque su cabello parecía un nido de pájaros.