Zoey
Levanté del suelo una pequeña hoja y sosteniéndola del tallo la giré entre mis dedos.
Cameron estaba en silencio, y si algo noté en estos meses atrás desde que nos conocimos era que él siempre utilizaba las palabras para conquistar o convencer, pero esta vez no existía tal cosa, esta vez yo debía ser quien hiciera las preguntas, quién rompa el silencio.
—No puedo discernir de que es real y que está solo en mi imaginación. —Susurré para ambos.
Él estiró la mano y la colocó delante de la mía para que lo tocara.
—Soy real. —Con mi índice toqué el dorso de su mano.
—¡Estás helado! —Como siempre quise agregar.
—¿Puedo sentarme? —Obvió mis palabras de antes.
—Claro, es tu banco de piedra en tu enorme castillo. —No pude esconder la ironía de mis palabras.
—Solo tienes que preguntar, responderé lo que sea.
—¿Eres Arthur Dark? —No demoré en comenzar a indagar.
—¡Lo soy!
Solté una risa seca de incredulidad.
—Quiero creer que es casualidad que seas escritor y que yo trabaje en una librería, ¿no?
Apoyó los codos en sus muslos y sus manos entrelazadas delante de él, movió el rostro hacia mí.
—Los años pasaban sin volver a encontrarte; de la última vez que nos vimos comencé a sentirme tan solo que escribí un libro por cada vez que nos unió el universo. —Una lágrima cayó por su mejilla cuando volvió a mirar hacia delante.
—Solo el último libro somos nosotros. —Reclamé, confundida y celosa por igual.
—Todos los libros que he escrito somos nosotros a través del tiempo. —Un nudo se alojó en mi garganta.
—En todos tus libros la protagonista muere o te alejas, dejándola sola. —Mi pensamiento en voz alta—. ¿Cómo es posible que cada vez que nos encontremos mi reencarnación sufra un final trágico? —Lo miré confusa—. ¿Y tú como mueres?
Él se enderezó y pasó una mano por su cabello antes de volver a la misma posición de antes.
—No puedo morir. —¿QUÉ? Grité en mi cabeza.
Elevé ambas cejas y moví la cabeza hacia atrás para verlo mejor.
—¿Eres inmortal, "Edward Scissorhands"? —Me burlé.
Él asintió y a mí se me borró la sonrisa burlona del rostro.
—No siento frío, pero por algún motivo no puedo estar en el calor. No tengo hambre, pero puedo comer. No tengo sueño; sin embargo, puedo dormir. —Me miró brevemente y volvió a ver el horizonte—. No puedo morir, porque muero por dentro contigo, todas las veces.
Estuvimos unos minutos en silencio, asimilando esta descabellada historia.
—¿Cuántas veces tuvimos esta conversación en cien años? —Hice un gesto con la mano dándole a entender que no sabía el tiempo que había pasado.
—En quinientos años lo hablamos tres veces. —¿Quinientos? Lo dijo como si solo fueran cinco días—. La primera vez fue en la época victoriana, también fue la primera vez que volví a verte; tú eras la hija del abogado de un pueblo en Noruega. Estabas prometida con un hombre mucho mayor que tú. —Sonrió con tristeza—. La segunda vez fue “Amor en los Fiordos” en los cincuenta. —Asentí porque había leído ese libro muchísimas veces—. Ahí me di cuenta de que cuando sabías la verdad de mi propia boca morías más rápido.
Me reí mirando la hora en mi reloj imaginario de muñeca.
—¿Cuántos minutos me quedan de vida? —Él me miró y sonrió.
—Eres graciosa. —Tocó la punta de mi nariz—. Nunca fuiste así.
—Fui mejorando mi personalidad con los siglos, tal vez
—¿Por qué no estás gritando como una loca y acusándome de mentiroso? La última vez fue así. —Nos reímos juntos.
—Por qué nos soñé juntos en esa época donde todo comenzó, al principio creí que era producto de mi imaginación lectora, hasta que empecé a sentir que había estado en un tiempo pasado contigo. Que te conocía de antes. —Con el viento un mechón de cabello le cayó sobre los ojos, lo peiné a un lado—. Mi yo del pasado murió con el corazón roto.
—Estaba obligado a casarme, Sarah… —Suspiró cansado.
—Soy Zoey. —Le aclaré, era mi nombre ahora.
—Sí, claro. —Observó a la distancia, pensativo y luego me miró—. Te amaba, Zoey, pero el mandato de la realeza demandaba precisamente eso, casarse con un par.
—Y Sarah no lo era.
—No.
Me puse de pie, alejándome unos pasos.
—No quiero morir, Cam… Arthur. —Di unos pasos más en el jardín—. Ya morí muchas veces por ti.
Me crucé de brazos y giré para ponerme frente a él que estaba sentado en el mismo lugar.
—Lo sé.
A lo lejos veía al contingente japonés recorrer el jardín observando las estatuas de mármol.
—¿Sabes donde está Sarah, ahora? Tú me entiendes. —Sus restos mortales.
Él sonrió con calidez.