Narrado por Eliot
El sonido de tacones resonando en el pasillo me hace girar hacia la puerta.
Ella entra con esa sonrisa medida, que nunca alcanza a sus ojos. Esa sonrisa que dice “todo está bajo control”, pero que sabe a mentira.
—Eliot —dice, con esa voz dulce que sabe cortar—. ¿Otra vez encerrado en tu cuarto? Deberías aprender a comportarte como un adulto.
Respiro hondo.
No porque quiera. Sino porque sé que perder la calma solo le daría la razón.
—No molesté a nadie —respondo con calma.
Ella se acerca, con esa forma de moverse que parece ensayada, como si estuviera siempre en un escenario.
—No es molestia lo que me preocupa —dice—. Es la imagen. No queremos que se sepa que el hijo de los Whitmore pasa el sábado solo en su habitación como un niño mimado.
Me acerco un poco, y por primera vez, la veo sin miedo ni respeto.
—No soy un niño.
—No, claro que no —dice, con esa sonrisa helada—. Eres solo un adolescente rico y perdido. Y debo recordarte que las apariencias importan.
Un nudo se forma en mi garganta.
Hace años que las palabras dejaron de herirme, pero su desprecio siempre encuentra un modo distinto de clavarse.
Me doy la vuelta y camino hacia la ventana.
—¿Sabes? —le digo sin mirarla—. A veces creo que prefiero estar muerto que vivir atrapado en esta casa.
Ella se queda quieta un instante, como si esperara una reacción más dramática.
—Ten cuidado con lo que dices, Eliot —advierte con frialdad—. Recuerda que tu padre no está para siempre.
Sé que tiene razón. Pero no quiero que sepa que me duele.
El silencio vuelve a caer, pesado, roto solo por el tic-tac lejano de un reloj.
Y entonces pienso en el museo. En la chica que no tuvo miedo de ser real, aunque fuera solo por un instante.
Quizás... solo quizás, no todo está perdido.
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amor amor adolecente heridas y maltrato, llegaste tarde, no te enamores
Editado: 26.09.2025