no te enamores de mi

Capítulo 3 — Parte I Título: “Así empezó todo”

Narrado por Cyra

Yo no suelo intervenir.

No porque no quiera. Sino porque aprendí que cuando uno habla, se vuelve visible. Y ser visible, para gente como yo, siempre fue peligroso.

Pero esa vez… fue distinto.

Recuerdo el pasillo. Frío, largo, con los ventanales llenos de lluvia. Era la primera semana de clases. Todo estaba cubierto de voces que no me pertenecían. Voces perfectas, educadas, y profundamente falsas.

Y ahí estaba Valeria.

Sola, apoyada en una columna, hojeando un cuaderno con dibujos mal pegados. Su uniforme le quedaba ligeramente suelto, y sus zapatos, viejos pero limpios. Era pequeña, morena, con el cabello recogicdo a medias. Su sonrisa, aunque contenida, era cálida. Se notaba que no quería molestar a nadie.

Pero algunas personas no necesitan razones para odiar.

Las vi acercarse. Tres chicas. Inglesas. Ricas. Herederas de apellidos que pesan más que sus propias ideas.
Todo en ellas gritaba arrogancia: la forma en que caminaban, cómo miraban por encima del hombro, cómo fingían reír fuerte solo para que todos las notaran.

Se acercaron a Valeria como si olieran algo fuera de lugar.

—¿Tú eres la estudiante de intercambio? —dijo una, alzando una ceja.

Valeria levantó la mirada, con algo de ilusión.
—Sí, soy de México.

—Ah, claro… —murmuró la otra, fingiendo sorpresa—. Con razón tienes ese acento tan… rústico.

—Y ese tono de piel. Pensé que habías venido a limpiar, no a estudiar aquí —agregó la tercera, soltando una risa envenenada.

Valeria parpadeó varias veces. Quería responder, lo vi en sus ojos. Pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta.

—¿Cómo entraste a esta escuela? ¿Te regalaron la beca por lástima o por estadísticas?
—¿Tienes idea de lo ridícula que te ves con ese peinado? Parece que lo copiaste de algún canal barato de YouTube.

—¿En tu país ni zapatos tienen, verdad?

Eran cuchillas disfrazadas de risas.
Valeria agachó la mirada. Apretó el cuaderno contra el pecho. Y entonces, pasó lo inevitable.
Lloró.

No fue escandaloso.
No gritó.
Pero lloró. En silencio, como lloran los que han aprendido a no molestar ni siquiera con su dolor.

Y ahí fue cuando me acerqué.

No lo pensé. Caminé firme. Mis pasos resonaron en el pasillo como si cada uno rompiera algo.

—¿Ya terminaron? —pregunté.

Las tres se giraron hacia mí. Me reconocían.
Yo era la chica rara, la callada, la que no hablaba con nadie.

—¿Y tú qué? ¿Vas a defenderla? —se burló una de ellas—. ¿Ahora eres la heroína de los pobres?

Me detuve frente a ellas. Mis ojos no temblaban.

—No. No soy su heroína. Pero ustedes sí son la perfecta definición de basura educada.
—¿Qué dijiste? —dijo otra, la voz temblando entre risa y rabia.

—¿Saben qué tienen en común el racismo y la ignorancia? Que ambas se heredan —solté con frialdad—. Pero tranquilas. No me sorprende. Ser crueles es lo único que pueden hacer bien, porque pensar… claramente no es lo suyo.

El silencio fue inmediato. Solo se oía la lluvia golpeando los cristales.

Las chicas retrocedieron con las mejillas rojas y orgullo herido. Una de ellas intentó responder, pero se tragó las palabras.

—Caminen —ordené sin gritar.

Y se fueron.

Me giré hacia Valeria. Seguía con la mirada baja, el rostro mojado por las lágrimas, la respiración cortada.
Me agaché, con calma, y le tendí la mano.

—No todos aquí valen la pena —le dije—. Pero tú sí.

Y así empezó todo.

Desde ese día, Valeria se sienta a mi lado. A veces habla más de lo que escucho, a veces calla más de lo que entiendo.
Pero confía en mí.
Y yo…
Yo la protejo.
Porque si el mundo no supo cuidarla, lo haré yo.




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