Ophelia estaba tan enfrascada en el cepillado de su cabello que no se enteró de la presencia de su marido en sus aposentos, o más bien, lo ignoró deliberadamente. Pensando que él se cansaría de su indiferencia y se iría, le demostró todo lo contrario. Se acercó con sus andares pausados y aletargados como los de una pantera al acecho de su víctima. Sin apartar su mirada de la ella. Sus ojos ardían. La deseaban.
Ella se mantuvo indiferente y arqueó una ceja desdeñando la cercanía del hombre hacia ella. No lo quería. O no quería quererlo. Sin embargo, cuando él deslizó sus cabellos a un lado del cuello, el frío acariciase brevemente su piel para luego la cálida boca masculina se posara en su cuello, un delicioso escalofrío la recorrió y sus pies se encogieron en el interior de las zapatillas del leve placer punzante que sintió. Aun así, ella no respondió a su tentadora caricia. Le pesaba más el orgullo aunque por dentro se derritiera como miel cálida a sus besos y caricias.
—¿Cuándo dejarás ser la mujer de hielo para ser mi mujer? — la voz del hombre ronca acarició los sentidos de su esposa pero siguió inmóvil con la mirada puesta en el espejo.
Contuvo un suspiro y las ganas de zarandearla. Por Dios que se moría por dentro por un beso de ella. Apasionado. Lo deseara igual que él.
Maldición, todas su fibras de su cuerpo la deseaban.
Depositó un último beso en el cuello y se marchó llevándose con él el silencio de su respuesta. Estaba a punto de rendirse. No podía más, su corazón se astillaba al ver a su mujer fría como el témpano.
Era consciente que no lo amaba.