Toda dama tenía que tener un tiempo considerable para arreglarse y más cuando se trataba de ir a una fiesta. Ese arreglo incluía un baño, un vestido ideal para la ocasión y un peinado elaborado, con accesorios como plumas, perlas o flores, o sencillo para quienes querían pasar desapercibidas. Esto último no iba ligado con la personalidad de Ophelia. Ella quiso en esa noche romper con los esquemas de la decencia.
Aunque su marido le aconsejó anoche que no diera motivos para que hablasen de ella, iba a hacer todo lo contrario. Más de uno se quedaría boquiabierto, y eso era lo que pretendía. No iba a dejarles la ventaja de hacerla sentir pequeña ante las cien personas que estarían en aquella fiesta. Y más cuando esas personas estaban deseando ver a la recién y nueva pareja formada por lord y lady Darian. Un matrimonio que según ellos habría sido orquestado por las argucias de ella para salir de la pobreza. Vamos, en otras palabras, una cazafortuna.
No era un pensamiento que ella tenía, era una certeza. Aquella mañana antes de la fiesta, cuando estaba tomando el desayuno había leído en el periódico sensacionalista una noticia sobre ellos, de la cual especulaba las posibles razones que se había celebrado la boda y ella no salía bien parada en ese periódico. La había tildado de ser una cazafortuna y una bruja por haber hechizado a su marido. Ojalá hubiera sido una bruja y hubiera convertido más de uno en una rana. Era muy fácil juzgarla y más cuando uno no sabía de la realidad misma.
— No debe darle importancia — dijo su marido cuando observó su malestar en el desayuno. Lo había leído antes que ella y parecía no estar afectado —. Porque yo no lo hago.
— Piensan de mí lo peor — dobló el periódico y lo echó al otro lado de la mesa —. ¿Qué va a hacer para desmentir que soy una cazafortuna? Esto es ridículo.
Darian quiso consolar a su mujer pero supo que su gesto de buena intención no sería bienvenido. Ayer había dado un paso sutil con ella pero no era lo suficiente para que él se atreviera a dar otro paso más.
— No lo sé. Pero esta noche es una ocasión perfecta para que demuestre que no es verdad — terminó su café y se marchó, prometiéndole que volvería antes de la fiesta—. No tardaré en volver.
La fiesta era la casa de los Sander, un matrimonio famoso por sus fiestas privadas y lujosas. Era la crême de la crême. Lady Sander era una mujer que tenía lazos de sangre con la nobleza. Un primo lejano suyo era primo de la reina Victoria I. Aun así aunque era lejano, muy lejano, dicha señora se creía con humos de superioridad.
Por ello y para esa primera fiesta que iba a asistir como lady Darian, elegiría el mejor vestido. Ideal para la ocasión. Su marido seguramente tendría ganas de matarla en cuanto viera el vestido que había elegido. Pero no era su culpa, estaba en el arcón que él expresamente le había regalado. En ese arcón encontró dicho vestido bastante escandoloso, según ella era adecuado para dar a más de uno un infarto. Si las urracas querían ensañarse con ella, ella se defendería y que mejor manera que ir vestida de rojo pasión.
Su doncella tuvo el tacto de no mencionar que su vestido era demasiado atrevido. Estaba siendo muy buena en su labor como doncella aunque lo estropeó un poco cuando mencionó a su marido.
— Lady Darian, ¿no cree que su marido puede poner alguna objeción sobre su vestido?
Escuchó como respuesta de su señora un bufido.
— No, debería estar encantado — cuadró hombros y sacó pecho poniendo a prueba el diseño del escote. Sonrió al ver el efecto que causaba.
Estaba justo a su medida para que sus senos no salieran de su confinamiento pero si lo suficiente para resaltarlos. Una tenía que aprovechar con los dones que le habían sido otorgados. Claramente tenía toda la intención de escandalizar, y si eso incluía a su marido, también. ¿Por qué, no? Se moría de curiosidad por saber la expresión de él.
Un cosquilleo burbujeó por sus venas. Estaba impaciente por verlo cosa que la mosqueó. No debería estar ansiosa por ver a su marido después de estar todo el día a fuera. No quería ser dependiente de esa emoción.
— Espera, Christine. Quiero que me traigas la capa. Es para dar el toque de sorpresa.
— Ah. Ahora se la traigo.
Se sentó encima de la cama mientras la esperaba teniendo cuidado de no arrugar la tela. Afortunadamente, no tardó mucho que regresara con la capa en la mano.
— Mi señora, lord Darian está abajo esperándola.
— Perfecto — tomó la capa y trató que no se viera un trozo de tela roja tras la prenda. Hasta su marido iba a estar privado de su vestido hasta que llegara a la casa de los Sanders — Deséame suerte.
Con la cabeza alta y los hombros erguidos salió de la habitación, yendo dirección hacia las escaleras. Nadie se la podía de tachar de cobarde. No había ningún gramo de nervio en su cuerpo. Se quedó unos segundos en el rellano viendo desde su posición a su marido. Se le veía impaciente mirando en su reloj de bosillo.