En medio del silencio, se escucharon pasos subiendo las escaleras interiores de un edificio, situado en el centro de Viena. Nadie podía imaginar que esas dos personas, una mujer y un hombre, fueran un matrimonio. Parecían más amantes que corrían hacia el refugio de la habitación. No había risas, ni palabras entre ellos. Solamente la primitiva urgencia de llegar y satisfacer sus deseos, uno de ellos arrancarse el dolor que cada uno cargaba en su alma. Pero más allá de dolor; se anhelaban.
El hombre abrió la puerta con la llave, sin inmutar palabra, entró tirando de la mano de la dama, que se encontró en menos de dos segundos en la habitación de él. Le costaba asimilar lo que estaba ocurriendo. Estaba siendo una tarea muy difícil para su mente porque la razón la había abandonado, dejando que todos los sentimientos se agolparan dentro de ella y se centraran únicamente en él.
La tensión entre ellos se podía cortar con un cuchillo.
Él no le dijo nada aún. La soltó por un momento antes de desaparecer por otra habitación más pequeña. Regresó con dos toallas en la mano y le entregó una. Se miraron mientras intentaban secarse.
- ¿Por qué me ha traído aquí? – su pregunta rasgó el silencio que había prevalecido entre ellos. Antes de escuchar su respuesta, miró la toalla con la que se había secado la cara -. Darian, estoy viendo que esto – le señaló con la mano la distancia que había - es un error.
Tiró el paño al suelo y se giró para marcharse de allí.
No podía evitar que el pánico se hiciera presente en ella. ¿Cómo iba a arreglar y curar todo el sufrimiento padecido?, se preguntó afligida.
Justo cuando su mano había cogido el picaporte de la puerta para abrirla, lo sintió detrás de ella, como si fuera su sombra. Una que podía sentir en cada poro de su piel.
- Como le dije, no la dejaré marchar – su piel se erizó. No por el frío que sentía a través del vestido mojado.
- ¿Qué hará para que me quede? – le preguntó con el corazón latiéndole a mil por hora, los latidos tronando como un tambor en sus oídos y la sangre bullendo por sus venas sin control. Se volvió hacia él -. ¿Qué hará para que nos perdonemos? No olvido Darian sus afrentas.
- Yo tampoco, lady Darian. Si he de ser sincero no conozco aún la forma de resarcirnos, esposa mía – respondió mirándola con una intensidad abrumadora -. No obstante, tengo claro que no quiero volver a hacerle daño.
- Pues no lo haga. Déjeme ir – susurró sin ser consciente que sus cuerpos se habían acercado demasiado y sus bocas estaban a milímetros de distancia.
Sus manos se estrellaron contra su torso, no sabía si para empujarlo o atraerlo a ella.
- No sin antes de conseguir su perdón – dictaminó antes que su boca se alzara sobre la de ella y la devorara sin misericordia.
Ella intentó apartarlo, pero su intención voló por los aires cuando la boca de él hizo estragos en ella. De su garganta salió un gemido, que había sonado como rabia y deseo, y sus manos, como garras de águila, fueron hacia sus mechones negros, bañados de agua. Los agarró e hizo fuerza para atraerlo más cerca de ella.
Pero el hombre no se quedó atrás, desabotonó los botones del vestido con agilidad. Sus manos fueron hacia su espalda y la acariciaron con dedos avariciosos. No podía cansarse de jugar y tocarla.
No se encontró corsé en la espalda de su mujer; solo una ligera fina tela, que estaba pegada a su piel.
El vestido cayó en un susurro de tela en el suelo. La besó como un loco sediento. Sin avisarle, sin separarse de ella, la cogió de las caderas para que ella lo envolvieran con sus piernas. Sus bocas se apartaron buscando el aire que ansiaban sus pulmones. Se miraron y sus cuerpos se apretaron en una lucha de dominar al otro cayendo los dos subyugados.
Darian buscó con su boca la piel de su cuello y la besó como si fuera siglos que no la había probado en vez de meses. La mujer tembló y gimoteó ante su perversa boca que no paraba de lamer y morder su cuello. No paró y la hizo retorcer de deseo hasta explotar en miles de esquirlas.
Cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta que estaba encima de la cama. Notó de inmediato el tacto de él, que se había deslizado hacia abajo para adorarla y venerarla como una diosa. Sus besos como sus caricias volvieron hacer su magia y la convirtió en una esclava de su propio placer. Lo apretó en contra de ella y, de sus labios gritó su nombre cuando su cuerpo no pudo más y estalló en otra explosión de placer.
Creyendo que ya no podía aguantar más, volvió a ser dominada por el deseo. Darian se había quitado la ropa y se alzó sobre su cuerpo, cogió su rostro con delicadeza para atraerla a sus labios y besarla. Se besaron, se abrazaron entrelazándose y uniéndose como tanto habían querido desesperadamente desde que se alejaron.
Las prisas no eran buenas si uno quería hacer bien las cosas. Pero todo consejo como cualquier regla se podía romper, y más, cuando ellos habían estado separados. Se olvidaron de las razones que los mantenían apartados entregándose a la pasión y al crudo deseo que los había hecho presos.