El salón de esparcimiento, que antes resonaba con el llanto ahogado y la desesperación de las recién llegadas, quedó sumido en un silencio espeso y sin sabor. El eco de los pasos de los guardias se desvaneció, llevándose consigo a las chicas sedadas y dejando atrás un vacío más opresivo que el bullicio. La luz cegadora del techo, que antes había prometido un atisbo del exterior, ahora solo iluminaba la cruda realidad: estaban solas, a merced de sí mismas y de la jerarquía impuesta.
Wendy, con los hombros encogidos, temblaba ligeramente. El miedo la había paralizado desde el momento en que Mara, la líder de las "veteranas", se acercó. Mara era una figura imponente, una adolescente con una estatura considerable y una expresión de enojo perpetuo tallada en su rostro, un reflejo de su propia frustración con los químicos que no la habían "detenido" como a otras. Las dos chicas que la acompañaban eran más pequeñas, pero sus miradas eran igual de afiladas.
Mara se detuvo frente a Aurora, sus ojos oscuros clavados en los de ella. "Así que, tenemos una nueva en el gallinero", dijo con voz áspera. "Soy Mara. Aquí, yo pongo las reglas". Luego, con una sonrisa burlona, añadió: "Si quieres unirte a nosotras, y sobrevivir a este infierno, tendrás que aprender a respetar. Empieza por besar la punta de mis zapatos y arrodillarte".
La propuesta era una humillación, un intento de quebrar su espíritu. Aurora la miró fijamente, su cuerpo adolorido aún recordaba los golpes recibidos, pero su mente se negaba a ceder. "No lo haré", respondió con voz clara, sin rastro de miedo.
La respuesta de Aurora encendió la furia de Mara. "¡¿Qué has dicho, piojo?!", rugió, y empujó a Aurora con ambas manos. El impacto la desestabilizó, pero en lugar de caer, Aurora reaccionó. Un derechazo rápido y certero aterrizó en la mandíbula de Mara, que retrocedió dos pasos, la sorpresa y la rabia luchando en su rostro.
Las dos secuaces de Mara no tardaron en reaccionar. Una de ellas, con un grito, se abalanzó sobre Aurora. Pero el entrenamiento marcial de Aurora no era solo una memoria; era un instinto. Se agachó en un movimiento fluido, su puño golpeó el abdomen de la atacante con precisión, dejándola sin aire y a merced de un rápido movimiento que la inmovilizó. La otra chica la tomó por el cuello con un agarre desesperado, pero Aurora giró el brazo de su atacante, usando su propia fuerza en contra de ella, y le propinó una patada en la cara que la hizo caer al suelo con un gemido.
Mara, recuperada de la sorpresa, arremetió con un derechazo potente. El puño impactó en la mejilla izquierda de Aurora, y el golpe la hizo caer de medio lado derecho, escupiendo una mezcla de saliva y sangre al frío concreto. El sabor metálico llenó su boca, pero la furia encendió algo en ella. En un instante, se puso de pie, su mirada fija en Mara. Cuando la líder volvió a lanzar otro golpe, Aurora lo bloqueó con un movimiento explosivo, aprovechando la inercia de Mara para hacerla caer de espaldas contra el frío concreto con un golpe seco.
El impacto resonó en la sala, y el silencio volvió a instalarse, esta vez cargado de asombro. Mara se quedó tendida, aturdida. Pero la victoria de Aurora fue efímera. Un golpe eléctrico recorrió su cuerpo. Los dardos tranquilizantes, disparados desde compartimientos ocultos en el techo, habían encontrado su objetivo. Cayó al suelo, sus músculos se negaron a obedecer.
Los guardias de élite entraron en la sala con sus armas apuntando. No había gritos ni explicaciones. Simplemente la arrastraron fuera, sin mirar a Wendy, que se había acurrucado en un rincón, temblorosa.
El pasillo era oscuro y estrecho. Finalmente, la metieron en un habitáculo claustrofóbico: "la caja". Era una celda de castigo de apenas dos metros de alto por un metro cuadrado. La oscuridad era total, y el aire era denso y pesado. No había ventanas ni luces. Aurora, con cada músculo adolorido, enfrentaba la prisión. No había espacio para estirarse; la celda la obligaba a sentarse con las piernas cruzadas. El frío del suelo de cemento se filtraba por la delgada tela de su uniforme, pero era la claustrofobia lo que la asfixiaba. La oscuridad era un vacío que se sentía más denso que la noche misma.
Sentada en el fondo de la caja, Aurora se obligó a concentrarse. El pánico era una niebla que intentaba apoderarse de su mente, pero ella lo empujaba hacia afuera. Las palabras de su padre, "El dolor es temporal", resonaban como un eco. Era un recordatorio de que esta prueba también pasaría, aunque se sintiera interminable.
Las lágrimas salieron de sus ojos, recorrían rápidamente por sus mejillas y goteaban hasta empapar sus piernas. Aurora recordaba la calidez de su hogar, y una familia que la amaba. Recordó los momentos jugando al bingo, los mimos de su madre y los entrenamientos y las palabras de su padre. Eso, eso la hizo mantener una esperanza en su corazón y en su nublada mente.
Se obligó a secarse las lágrimas con la manga del uniforme. "No", se dijo a sí misma. "No me quedaré aquí y me dejaré vencer". Usando la oscuridad a su favor, empezó a hacer pequeños ejercicios de respiración. Inhalaba lentamente por la nariz, exhalaba por la boca. Después, intentó recordar las posiciones de combate de su entrenamiento, visualizándolas en su mente, aunque no pudiera mover su cuerpo.
Horas pasaron, o tal vez fueron días. Aurora perdió la noción del tiempo. El hambre y la sed eran un tormento constante. Sentía su mente tambalearse al borde de la desesperación. Se repitió, como un mantra, la frase de Séneca. "La tristeza es pereza". Y entendió que el verdadero castigo no era la falta de espacio, sino la falta de esperanza. Pero Aurora, con cada fibra de su ser, se negó a rendirse. Ella encontraría la manera de salir de allí.