Cuando era pequeña aprendí sobre los cuatro reinos y sus poderes: Norte (agua), Sur (viento), este (tierra) y Oeste (fuego), también me enseñaron que todos los reinos debían estar en paz para que el mundo existiera. La magia era real, al igual que las hadas y los fantasmas. Por siglos reino la paz, hasta que comenzaron rumores, presagiando la aparición de una nueva facción, un reino oculto entre sombras y oscuridad.
En cuestión de meses todo cambió, este desconocido enemigo doblegó al reino Sur y declaró la guerra a los demás reinos. El pánico se apodero de los habitantes, había que hacer algo, una alianza capaz de unirnos y evitar la ruina. Separados todos sucumbiríamos ante la guerra, juntos teníamos una oportunidad de luchar y triunfar. Siendo la princesa del Norte sabía que la forma más fácil de forjar una alianza entre reinos era mediante el matrimonio. Mi hermano aun era demasiado pequeño para siquiera entenderlo, dejándome a mí como la única candidata del reino.
La idea no les agradaba mucho a mis padres, pero era la única opción, era bien sabido que algún día mi hermano heredaría el trono y yo me casaría con un noble que favoreciera a la corona con su poder y riqueza. Nunca imaginamos que mi matrimonio sería la carta capaz de salvarnos de una destrucción asegurada, el as bajo la manga por el cual podríamos sobrevivir sin sacrificar a nuestro pueblo. Se evitarían los estragos de la guerra, a cambio de una princesa.
Me sentía aliviada de poder hacer algo, también me sentía como un pedazo de mercancía, vendida al mejor postor en calidad de novia. Los preparativos comenzaros y no podían interesarme menos, daba igual si mi boda era perfecta, daba igual si mi matrimonio era el más elegante y fastuoso del siglo, porque me casaría con un hombre a quien apenas conocía, a quien no amaba y que había dejado muy en claro que no estaba interesado en la unión más allá de los beneficios militares para su reino.
“Hija, bien sabes que no nos ha quedado otra alternativa, si de mí dependiera tendrías mayor elección sobre tu futuro esposo” Me había dicho mi madre en privado el mismo día que se anunció la futura boda. “Tu padre y yo fuimos comprometidos de manera similar, no siempre fue fácil y no siempre estuvimos de acuerdo, pero hicimos lo mejor para el reino, como era nuestro deber, espero que hagas lo mismo”
“Si, madre” Le respondí, consiente de que negarme no era una opción.
Dejé que los preparativos tuvieran lugar, estaba decidida a cumplir con mi deber y vivir en un matrimonio sin amor por el bien del reino. No podía ir a la guerra en persona, lo único que podía hacer era conseguirle un valioso aliado a mi padre. Una semana antes de las festividades llegó la familia real del Oeste, con toda la pompa y circunstancia que esto implicaba; inmensos carruajes de oro puro entraron a la ciudad, precedidos por la guardia real y rodeados por decenas de pequeños carruajes llevando a los miembros menos importantes de la corte.
Fue un espectáculo que todos vieron en las calles, ricos y pobres, jóvenes y viejos. Nosotros vimos el arribo de los huéspedes desde el gran palco del castillo, vestidos con nuestras mejores galas: botas de cuero, capas de pieles y vestidos llenos de pedrería. Llevaba una pequeña corona sobre mi rizado cabello negro, de plata, indicando mi rango como princesa.
Mis padres saludaban sonrientes a los recién llegados, el día era inusualmente cálido, los rayos del sol no hacían nada por animarme. Me sentía triste, preferiría pasar mis últimos días en el Norte a solas, despidiéndome de la tierra que me vio crecer, diciéndole adiós a los pequeños pueblos, a las estrechas calles de la capital y los hermosos paisajes que rodeaban el reino. Nunca fui muy aventurera, amaba mi hogar, volviendo doloroso partir.
-Mira hija, es él, el de la capa azul. -Comentó mi madre, indicándome con la cabeza el tercer carruaje de la fila.
El príncipe Ratko era un joven de unos veinticinco años, de cabello castaño oscuro y piel pálida como la nieve limpia de las primeras nevadas. Tenía unos ojos tan azules que parecían imitar al cielo, pero también había una gran frialdad en ellos. Su apuesto rostro lucía una expresión de indiferencia que me hico sentir aun más incómoda, sus delgados labios estaban fruncidos y evitaba hablar con su madre, quien apenas bajó del carruaje fue a asegurarse de la apariencia de su hijo.
De repente el joven volteo y me miró fijamente, como si supiera quien era. Me sorprendió una vez más el hielo en su mirada, sus ojos, por muy hermosos que parecieran estaban vacíos, sin ninguna emoción en los azules orbes.
Más tarde nos presentaron durante la cena formal que se organizó en honor a su llegada. En medio de incesantes conversaciones y exuberantes platillos conocí a mi prometido. Su expresión no cambio, ni siquiera parecía dispuesto a intentar conocerme cuando sus primeras palabras lo confirmaron.
-Quiero aclarar las cosas de una vez: no te amo, nunca voy a amarte…
-No tienes que amarme. -Respondí enojada por su comportamiento ¿Acaso no notaba que ninguno de nosotros lo hacía por elección propia?.-No espero que llegues a amarme, solo cumplo con mi deber…
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Editado: 08.12.2020