No todo es oro

Capítulo 3. El salvador.

Misi cerró los ojos. Ahora este cabrón la apuñalará, y eso es todo ...

- ¡Tómala! ¡Toma a tu perra! - Un fuerte empujón la derribó al suelo. Cayó de rodillas y se golpeó dolorosamente con una piedra afilada. Chispas cayeron de sus ojos.

Misi pasó la mano por la pierna. “¡Maldita sea! ¡Mis vaqueros! Bueno, ¿qué tipo de día es hoy?”- pensó disgustada y rompió a llorar. Parece que se ha roto los vaqueros. La rodilla lesionada no era tan importante, como los jeans: casi nuevos, comprados el otoño pasado, realmente le gustaron.

De repente se escuchó una tos delicada.

¡Por Dios! Se olvidó por completo de su salvador.

- Muchas gracias. – dijo Misi, intentando ponerse de pie.

El hombre estaba a un metro de ella, con los brazos cruzados sobre el pecho.

- Perdón por no ayudarte a levantarte. Recuerdo que estabas disgustada con mi toque. No quiero agravar la experiencia desagradable.

- Me salvaste de una experiencia mucho más desagradable. - Misi se sacudió los jeans y miró hacia la oscuridad. De allí vinieron algunos crujidos y gemidos.

- Entiendo. - El vagabundo agitó casualmente su mano. - Vamos, te acompañaré a casa. ¿Te importa?

A Misi no le importó. Después de experimentar tanto miedo, estaba lista para aceptar cualquier escolta, incluso una como esta. Las botellas repiquetearon: el indigente levantó su bolsa del suelo.

La chica caminó rápidamente, sin mirar a su alrededor. Su salvador caminó a su lado. Estuvieron en silencio todo el camino hasta su portal.

- Bueno, ya casi estoy en casa. - Se detuvo a dos metros de su entrada. Realmente no quería que ninguno de los vecinos la viera en una compañía tan dudosa. - Gracias por acompañarme ... Y en general ...

- De nada.

El vagabundo, al parecer, no iba a ir a ninguna parte. Él, como si esperara algo, se tambaleaba junto a ella.

“¡Aquí, maldita sea, estoy en problemas! ¿Y qué voy a hacer con él ahora?” - Misi suspiró y le ofreció. –¿Quieres un bocadillo?

Ella preguntó con cierta esperanza de que el hombre mostrara delicadeza y se negara, pero él era indigente y no tenía prisa ir para casa, porque no la tenía, por eso aceptó la invitación.

- Con mucho gusto.

Subieron a su planta y ella abrió la puerta y encendió la luz del pasillo.

- Entra, – se echó a un lado, dejando entrar al invitado.

Finalmente, el vagabundo cruzó el umbral, de alguna manera colocó su bolsa en la esquina y se quedó inmóvil en medio del pasillo. Misi cerró apresuradamente la puerta principal.

- ¿Porque estás parado? Quítate los zapatos, quítate la chaqueta y pasa, - dijo ella, y se estremeció internamente, imaginando cómo olerían sus pies.

El hombre se quitó sus “maravillosas” botas y permaneció descalzo. Curiosamente, no olía tan mal, como imaginaba. Misi suspiró aliviada.

Con la luz del pasillo ella descubrió que hubo un problema con la chaqueta: en la lucha por su honor, una manga casi estaba arrancada.

- Vamos, dámela, que la coseré, - sugirió. - Y no te pares en el umbral, entra en la cocina.

El vagabundo movió tímidamente los dedos de los pies.

- ¿Qué? - Preguntó ella, apenas ocultando su irritación.

Ni siquiera se quitó su estúpido gorro. Se quitó los zapatos y no el gorro.

- ¿Puedo lavarme, ya que estoy aquí? – preguntó Gor.

“¡Empieza! Señor, ¡dame un poco más de paciencia! ¿Y en qué estaba pensando? ¿Por qué lo traje a mi casa? Ahora tengo que desinfectar todo: ​​probablemente tenga alguna enfermedad contagiosa.” – pensó ella, pero en voz alta pronunció todo lo contrario.

- Por supuesto, pero espera un minuto, - dijo Misi y se fue al baño.

Las bragas que estaban secándose en el radiador, se las metió apresuradamente en el bolsillo de sus vaqueros. Lo que le faltaba, que el vagabundo mirara su ropa interior. Además, no había nada especial que mirar: unas bragas ordinarias de algodón.

Misi notó un olfateo detrás de ella. Incluso saltó sorprendida. El vagabundo se paró en el umbral del baño y sonrió culpable.

- ¡¿Por qué te acercas sigilosamente?!- exclamó, pensando, si él la vio manipular las bragas.

- Lo siento, no quise asustarte.

Misi pasó al lado del hombre, que ni siquiera pensó en echarse a un lado.

- El champú y jabón están en el estante, la toalla - en la percha. – dio instrucciones Misi. - No tengo ropa para cambiarte. Vivo sola.

“¡Aquí estamos de nuevo! ¿Por qué dije que vivo sola? Perdí la cabeza por completo”. – la chica se riñó a sí misma.

- Gracias, me las arreglaré, - dijo cortésmente el invitado.

- Voy a la cocina a preparar la cena. – La chica cerró la puerta con enojo.

En la cocina, rodeada de cosas cotidianas, se calmó un poco. ¿Qué tiene que hacer? Hoy es un día loco. Debe aguantar.

Había poca cosa en el frigorífico, como siempre a dos días antes del cheque de pago. Encontró cuatro salchichas en el congelador. ¡Pues bien! Hay salchichas. Hay patatas. Ahora lo freirá todo rápidamente.

Misi pelaba patatas y escuchaba los sonidos, que llegaban del baño. Su inesperado invitado resoplaba como un semental y tarareaba algo alegre.

Ya había arrojado las patatas a la sartén, cuando el ruido del agua se calmó. Un minuto después, se oyó el crujido de la puerta, que se abría y el golpeteo de pies descalzos sobre el linóleo.

- Gracias, anfitriona.

- Por tu salud, - Misi finalmente levantó la vista de la sartén con patata, se dio la vuelta y se quedó estupefacta.

En medio de su cocina había un hombre semidesnudo. Llevaba solo vaqueros de cintura baja. Pero ni siquiera fue eso lo que la sorprendió. El vagabundo, que, en su opinión, debería tener cuarenta o cuarenta y cinco años, resultó ser un chico joven, no mucho mayor que ella.

- Huele sabroso. - Él sonrió ampliamente. Nuevamente, brillaron unos dientes blancos impecables.




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