☽ DE NOA ☽
— Ágata era la única que, al caminar conmigo por la calle… no se avergonzaba de mí.
— ¿Cómo es eso?
— Mis padres siempre se avergüenzan de mí. No lo dicen, pero lo veo, se nota que les da vergüenza tener una hija discapacitada. Todos los que me hablan... enseguida se sienten incómodos. Los profesores siempre cambian el tono, como si hablaran con un perro o algo así. No tengo amigos, así que…
Estamos con Alicia sentadas junto a la ventana, dibujando. La niña ha traído unas fotos de Europa y nos pusimos a copiarlas. Pero solo Alicia se esfuerza. Yo apenas muevo el lápiz sobre el papel en blanco, escuchándola a ella, o a mí misma.
— Soy tu amiga — le digo.
— Lo sé... Pero te vas a ir.
— ¿A dónde?
— A casa. Con tus padres.
— No tengo casa. Y mis padres… están lejos. Ya soy adulta. Podría ser madre. Pero preferiría adoptarte.
— ¿Qué? — se sorprende la niña.
— Me gustaría que fueras mi hija.
— ¿Porque te doy lástima?
— ¡No! Te quiero — me ofendo —. ¿Cómo no lo entiendes? Me importas de una forma muy especial.
Guardamos silencio unos segundos.
— Vale — dice la niña.
— Ay, Alicia, tú y yo somos como… manchas.
— ¿Cómo es eso?
— Así — agarro el lápiz y empiezo a garabatear el papel con rabia.
— Rayajos. Eso no son manchas, son rayajos.
Me río, y la niña inclina la cabeza — eso significa que también le hace gracia.
Al volver a casa, no pude calmarme durante un buen rato. Hace tiempo me prometí no enfadarme conmigo misma, no culparme, no reprocharme nada. Pero ahora me siento fatal. Quiero vomitar mi alma en el inodoro, tirarla de la cadena, enviarla al sumidero y olvidarla. Y el cuerpo… simplemente dejarlo. A merced de Edgardo.
Miraba a esa preciosa niña que dibujaba con tanto esmero paisajes europeos, y pensaba: no se merece esto. No se merece unos padres que se avergüenzan de ella. No se merece esas miradas repulsivas. Se merece amor. Y quizá soy yo quien debe mostrarle que, en este mundo, Alicia, hay un poco de alegría para ti.
— ¿Tomamos un té? — le propongo.
— Vale.
Nos vamos a la cocina, tomamos té y hablamos. Como una pequeña familia. Como dos amigas. Como dos chicas solas y perdidas.
Ni siquiera sé por qué le solté esa barbaridad a Natán. Todo fue tan… extremo. Perdí los nervios. Y de verdad no quería que estuviera conmigo por culpa o por deber. No hace falta —puedo arreglármelas sola. Aunque en realidad… no puedo.
¿Y ahora qué? Ni siquiera espero que Edgardo se largue de la ciudad. ¿Después de que le rajaron la mejilla? Dudo que alguien le haya hecho algo así en su vida. Y si lo hizo, ya no está vivo.
— Noa.
— ¿Qué?
— Puedes irte.
— ¿Qué?
— Puedes dejar la ciudad. No tienes que estar aquí por mí… por una promesa. No quiero que sea así.
Me quedé mirando a la niña, pero su rostro-máscara no dejaba escapar emociones. ¿Es que acaso un adulto puede dejar ir a alguien a quien ama? ¿Solo una niña puede hacerlo? Me acerqué y la abracé.
— Gracias, Alicia.
Cuando se fue, me quedé mucho rato sentada en el suelo del cuarto. Miraba por la ventana, pero ya no había sol —el cielo estaba cubierto. Miraba e intentaba no pensar. No, no es eso: simplemente no prestaba atención a los pensamientos, no les seguía el juego. Fluían, hervían, pero poco a poco se calmaban. Como un gran río de montaña que llega a la llanura. La superficie de mis pensamientos se hizo serena.
Nunca puedes obligarte a no pensar, a no sentir, pero puedes sentarte así y respirar. Respirar con calma, despacio, y no ser tus pensamientos, no ser tus emociones. Todos los demás intentos de controlarte son solo intentos de atrapar la mente con la mente. Inútil. Hay que permitirse ser silencio.
Y de pronto, un golpe en la puerta me sacó de esa calma. A mí —al silencio. Me sobresalté. ¿Natán? ¿Volvió? De verdad lo esperaba. Caminando de puntillas hasta la puerta, miré por la mirilla. Y lo vi —a un desconocido.
— Noa, abre. Sé que estás en casa — dijo el hombre. ☽
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Editado: 08.08.2025