Nobleza Híbrida

III

Doy tres toques en la gruesa puerta de madera antes de entrar.

«Nunca entres sin tocar».

Esa fue la valiosa lección que aprendí de la manera más desagradable a una corta edad. Tener a un apestoso y grasiento gordo como jefe no es un problema, su carácter egoísta y amargado afectan un poco en ello, pero lo que realmente empeora la situación, es que sea un morboso y sádico hipersexual, quien aprovecha todas las mañanas para satisfacer sus necesidades con toda aquella dama de compañía que acepte su cochino dinero.

Una de las desventajas de trabajar en el único bar de las Trincheras, es ser una mujer. Cuando comencé no fue un problema, ser una niña trabajando en un ambiente hostil lleno de hombres no significó ningún peligro, era un tanto deshonesto, pero fue el único lugar en donde aceptaron a una hibrixter.

El problema inició cuando la pubertad fue cambiando mi cuerpo y volviéndolo atractivo a la vista masculina. Tuve que aprender a defenderme por mi cuenta sin valerme de mis poderes, pude haberlos usado en aquellos casos cuando los ancianos buscaban propasarse conmigo. No obstante, el pueblo no se desquitaría conmigo, lo haría con la familia que me brindó un hogar y la nobleza se encargaría de mí. No me quiero ni imaginar los horribles castigos por los que me harían pasar.

—¡Entre! —Se escucha del otro lado de la puerta.

Las bisagras oxidadas chirrían cuando empujo la puerta. Como siempre, ahí está él ajustándose sus pantalones y la mujer acomodándose la falda mientras se baja de una de las mesas. La única en la que no había hecho de sus actos sexuales.

«A partir de ahora comeré en el suelo».

Paso de largo al par y me encamino a la habitación que está detrás de la barra de tragos. En una percha pegada a la pared, reposa colgado el horrible uniforme que me obliga utilizar, una falda beige larga, en un principio fue blanca, pero también me ha servido como trapeador mientras estoy de rodillas fregando el piso. Me ajusto el corcel floreado y tomo el balde con el desgastado cepillo en su interior.

La campanilla que se ubica por encima de la puerta suena incesablemente cada vez que la abren. Los lunes son los días en los que se abarrota el bar por los trabajadores de las minas de zafiro, llenos de tierra y hollín hasta las uñas. Luego de trabajar por una semana, obligados a bajar a las minas, los lunes son los únicos días en que se les permite emerger al pueblo, ¿y dónde los desperdician? En el famoso bar de las Trincheras.

¡Tilín, tilín!

Cuatro pares de botas pisotean el charco que estoy fregando.

Meto de nuevo el cepillo en el balde con el agua sucia para proceder a quitar el fango del piso.

¡Tilín, tilín!

Otros tres pares de botas chapotean el charco, haciendo que unas gotas de barro machen mi falda —como si eso la fuera a ensuciar más de lo que ya está.

«Odio los lunes».

Los gritos de euforia retumban en el bar en conjunto con el sonido de las jarras de cerveza chocando contra las mesas. Me levanto tomando el balde para limpiar otra zona y le dedico una mirada fugaz al televisor. Las carreras de hipocampos, una de las viejas tradiciones de Aqueser, el principal deporte de los nobles. Son iguales que las carreras de caballos, pero con la gran diferencia que la de los hipocampos se realiza a mar abierto y en las profundidades del vasto océano. Los jinetes deben pasar a través de los hidroaros por un campo de obstáculos hasta llegar a la meta final, y sí, está permitido utilizar los poderes. Además de ser un deporte táctico y de destreza, también lo es para demostrar su fuerza.

—¡Pordiosera! ¡No te pago para que veas la televisión! ¡Recoge las jarras!

Dejo el balde a un costado de la barra y me aproximo a las mesas. Reprimo las ganas de insultar a todo aquel que me dice un comentario obsceno —desde hace mucho tiempo suprimí las ganas de utilizar mis poderes contra uno de ellos—. Extiendo mi mano para tomar una jarra, pero me detengo cuando siento que alguien me acaricia el muslo.

—Preciosa, ¿qué te parece si vamos a la habitación de atrás a divertirnos un poco?

—Le ordeno en este instante que deje de tocarme —bramo.

—Vamos, linda, te va a gustar —suelta otro sujeto en la mesa.

Aparto su mano con un manotazo y doy unos pasos para retroceder, sin embargo, mi espalda choca contra una barriga protuberante, levanto mi cabeza, encontrándome con la severa mirada de mi jefe. Posa sus manos en mi cintura y de un empujón me coloca sobre la mesa boca abajo, los otros sujetos me toman de las muñecas para inmovilizarme mientras que unos dedos se deslizan por el borde mi falda y siento como comienzan a bajarla.

—Nuestro lema es: "la satisfacción de los clientes es lo primordial" —Dice mi jefe y escucho el sonido de la hebilla de su cinturón.

«Error, es tu lema, no mi lema».

Al diablo mi familia adoptiva.

Al diablo los castigos de la nobleza.

Reavivo las ganas de utilizar mis poderes.




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