Por la mañana, el primero en despertar fue John, quien aprovechó que los demás dormían para bañarse y salir al ciber que ya había visitado con anterioridad. Al regresar, encontró a Nerea dormida en el sillón de la misma forma en la que estaba cuando salió, desparramada y con el ceño fruncido y a Connor intentando inútilmente llamar a su amigo, quien parecía no querer ser contactado.
—Vecinito ¿necesitas ayuda? —preguntó acercándose a él.
—No creo que puedas hacer algo. Necesito hablar con Ezequiel, pero él no contesta mis llamadas y no tengo idea de dónde se metió.
—No puedo hacer que conteste, pero puedo descubrir dónde se encuentra.
—¿Cómo?
—Dame tu teléfono un momento, lo necesito para rastrear su ubicación —dijo sacando su propio teléfono y un par de cables de su chamarra.
—No lo vayas a dañar —advirtió entregándolo.
—Tranquilo, dame un par de minutos —dijo sentándose en el borde de la cama para empezar a trabajar.
Connor lo miraba asombrado de ver cómo accedía a páginas del aparato que ni sabía que existían.
—¿Quieres que vayamos a desayunar? Muero de hambre y la muerta de allá —dijo John señalando a Nerea— no parece dar señales de que despierte pronto.
—Seguro, también tengo hambre.
John terminó con su labor, quito los cables, apago la pantalla de su teléfono y entonces le entrego el celular a Connor.
—Listo, en la pantalla te deje abierta la app que te indica donde está tu amigo. Si quiere vamos a desayunar y luego en busca de tu amigo. Sirve que Nera despierta.
—Gracias, ¿cómo te pago por esto?
—Invita el desayuno, vecinito, y estamos a mano.
—Vale.
***
La monótona voz del sacerdote que se encontraba en el altar de la iglesia dando la misa, sin duda era un perfecto método para hacer dormir a cualquiera y ella no era la excepción. Comenzó a cabecear un par de veces hasta que su madre, quien se encontraba sentada a un lado, le dio un pequeño manotazo en el dorso de la mano para llamar su atención con discreción.
—No lo puedo creer, te dije que no te desvelaras leyendo —recriminó entre dientes molesta.
—Lo siento —respondió evitando ver a su madre observando al lado contrario donde cruzó mirada con un hombre mayor, seguramente rondaba por los 50 años de vida o tal vez más. Aquel hombre la miraba con atención, pero sin mostrar alguna expresión en su rostro.
Ella frunció el ceño sin entender porque la miraba tanto, estaba acostumbrada a que las personas la mirasen y luego desvían su mirada apenados por ser descubiertos, pero él no, sólo está parado en uno de los pasillos laterales de la iglesia mirándola con atención.
Estaba tan atenta a él que no supo en qué momento la misa terminó, así que sólo se levantó y siguió a sus padres fuera de la iglesia.
Al salir, aquel hombre se acercó y con soltura saludo al padre de la joven.
—Es un gran placer conocerlo, al fin, señor Neisser —habló extendiendo su mano con una amable sonrisa.
—El placer es mío, reverendo —expresó tomando su mano con gusto—. Le presento a mi esposa, Calíope —señaló a la mujer a su lado, quien dio una leve reverencia— y mi hija, Eider —dijo señalándola. Ella sólo movió ligeramente la cabeza sin decir algo. Deseaba cuestionarlo sobre porqué la había estado observando todo ese tiempo, pero sabía que no era correcto actuar de esa forma y que el hablar de forma descarada sólo causaría problemas con sus padres.
—Es un placer—dijo volviendo a extender su mano para saludar a las dos mujeres, comenzando por la señora Neisser, quien lo saludó sonriente, luego saludó a la joven, a quien le apretó con más fuerza, una con la que cualquiera hubiera dicho algo, pero la joven no mencionó nada ni mostró señal de dolor a pesar de que su mano mostró la evidencia del daño segundos después.
Sus padres y el hombre extraño siguieron hablando por un momento, pero la joven ya no prestó atención a la conversación que tenían por lo que solo se dedicó a mirar el entorno mientras ocultaba con su otra mano las marcar que le habían quedado.
Tras pasar unos minutos el hombre se retiró despidiéndose con la promesa de verlos luego.
—Hija, ve a rezar un poco más, casi media misa estuviste durmiendo, ve a implorar el perdón de Dios —ordenó su padre mirándola molesto señalando la entrada de la iglesia.
Ella asintió y sin decir nada regreso al templo. Entró en silencio y tras sentarse en una de las bancas para ponerse a rezar o al menos simular que lo hacía, pues, aunque era callada y obediente la mayoría de veces, odiaba rezar por lo que nunca lo hacía realmente.
Cuando pensó que era tiempo suficiente de fingir que estaba orando, miró atentamente el imponente crucifijo que estaba frente a ella, no porque le resultara interesante o deseara verlo, pero había notado que la mayoría de personas lo admiraban tras hacer sus oraciones, así que ella lo hacía como parte de su actuación.
—¿Ya terminaste de fingir que eres una fiel devota? —inquirió aquel hombre que, según las palabras de su padre, era el nuevo reverendo. El hombre se había acercado a ella con tanto sigilo que ella no se percató en qué momento se le acercó tanto.
—¿Cómo dijo? —soltó confundida por la extraña pregunta.
El hombre se sentó a su lado con soltura.
—Deja la actuación para los demás, yo sé quién eres realmente, por desgracia aún no tengo las pruebas suficientes, pero pronto las tendré —le sonrió con maldad.
—Me tengo que ir, mis padres me esperan —se levantó asustada—. Tenga buen día —se despidió y salió del lugar con prisa.
Caminó rumbo a su casa, pero a medio camino se vió obligada a detenerse porque comenzó a sentirse mareada y como una voz le comenzaba a decir que los matara a todos, que nadie merecía vivir. Al inicio la voz era solo un susurro, pero gradualmente fue subiendo hasta convertirse en gritos desesperados que aturdian sus sentidos.
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Editado: 14.02.2022